miércoles, 14 de septiembre de 2016

Los signos muertos

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Recuerdo Dioses, tumbas y sabios*, de C.W. Ceram, como uno de los libros de la biblioteca de mi padre. Lo recuerdo allí, en los estantes de su despacho, con su tapa dura negra y sus ilustraciones y fotografías de las obras de arte recuperadas del fondo de la tierra, olvidadas. Era un libro que cogía de vez en cuando y leía saltando de página en página; repasaba las ilustraciones de Grecia, de Egipto, de México... ruinas, excavaciones, estatuas, tumbas, templos... La obra de Ceram es una historia de la Arqueología. Para ser más precisos es, vista desde hoy en que la releo, un maravilloso documento sobre la creación de un campo, de una ciencia, desde el inicial interés codicioso por los materiales que se encontraban —la búsqueda de oro, plata y otros metales— y el uso de las piedras antiguas para construcciones, hasta poder verlas como lo que las consideramos hoy: piezas del pasado. Pero el pasado hubo que inventarlo para poder apreciarlo.
Escribe Ceram en el capítulo III, titulado "En busca de las huellas de la historia":

Cuando mucho antes del descubrimiento de Pompeya se extrajeron de tierras clásicas las primeras estatuas, la gente sabía lo bastante para no ver en las figuras desnudas simples ídolos paganos, sino que sospechaba al menos el valor de su belleza, y las colocaba en los palacios de los príncipes renacentistas, de los poderosos dominadores de las ciudades, de los cardenales, de los nuevos ricos y de los condottieri. Pero se las contemplaba solamente como curiosidades y estaba de moda coleccionarlas. Podía muy bien suceder que tal particular poseyera una bellísima estatua antigua junto a un embrión disecado de un monstruoso niño con dos cabezas; un antiguo relieve junto a las plumas de un ave que se decía haber sido tocada en vida por san Francisco, el amigo de los pájaros.
Hasta el siglo pasado, la codicia y la incomprensión podían enriquecerse con los hallazgos, y se podía destruir lo hallado cuando tal cosa prometía beneficios. (33-34)


La mente que usa la piqueta, como dice Ceram, buscando encontrar jarras o cofres con monedas destruyendo todo lo que encuentra porque no tiene valor para ella, no es la del que ve valor en cada una de las piedras u objetos que hace salir cuidadosamente a la luz. Son el pasado, es la Historia. Pero también la Historia hubo que inventarla, ir más allá de las batallas que ganaban o perdían los reyes y emperadores. Había que reconstruir un mundo del que nos hablaban los objetos, los espacios en que se encontraban, cómo estaban diseñados, qué función cumplían. Ya no se trataba de encontrar objetos valiosos en términos de compra o venta o de elementos decorativos. Se trataba de entender que nuestro mundo es el resultado de muchos mundos anteriores, de momentos que van configurando una trayectoria del conjunto de los humanos, su historia.
Cuando leemos actualmente sobre las destrucciones que el Estado Islámico hace de los monumentos milenarios que se encuentra donde se asientan, comprendemos que no se trata solo de una acción sino esencialmente de una incomprensión y de una deseada ignorancia profunda. 


Es la consecuencia de su incapacidad de establecer un lazo afectivo con el pasado de la misma manera que son incapaces de establecerlos con el presente y quienes lo habitan en su crueldad infinita. Solo existe su mundo y todo lo demás —pasado, presente y futuro— no existe más que con el objeto de reafirmar su capacidad de destruir, su odio. Quieren vivir en un presente eterno en el que la historia es borrada. Es la incapacidad de dialogar con el pasado. Lo que ven en el pasado y sus restos no es la historia, sino el obstáculo que impide que esta llegue a su cumplimiento final.
No son los únicos en no entender la historia y su papel para entendernos. Me viene a la memoria algo que aquí hemos tratado: la desesperación de muchos habitantes de Alejandría ante la desprotección oficial de una parte de la ciudad, la de los edificios de la Alejandría cosmopolita y mediterránea. Las leyes solo protegen los monumentos del Egipto faraónico o el islámico [ver entrada]. No son capaces (muchos no quieren) de ver el valor, la belleza, y la identidad de esa parte de su historia. No hay diálogo con esa parte de su historia, que desaparece ante la indiferencia.
En un hermoso pasaje, Ceram se pregunta precisamente por esta capacidad de dialogar con lo que surge desde el pasado:

Reflexionemos: ¿cómo ha sido posible dar un sentido a tales signos muertos? Lo mismo sucede cuando, hojeando las obras de los historiadores, leemos la historia de los antiguos pueblos, cuya herencia portamos en fragmentos de nuestro idioma, en muchas de nuestras costumbres, en las obras de nuestra cultura y en nuestra sangre común, aunque su vida haya transcurrido en regiones remotas y esté sumida en la noche más oscura. (32)


La pregunta de Ceram es una pregunta por cómo es posible obtener respuestas que configuren, más allá de las leyendas y mitos, una ciencia. Se pregunta por la naturaleza y validez de esa respuesta que se obtiene al interrogar a los objetos que emergen del pasado, de esa noche oscura. Uno de los grandes valores de la obra de Ceram es precisamente que más allá de la aparición de los "objetos" y va explicando su construcción, su delimitación como objetos de una ciencia que se va creando. El objeto se transforma en "signo", habla cuando hemos sido capaces de crear un lenguaje con el que comprenderlos. Es el paso de ver solo oro, plata o mármol, a ver un objeto con el que se dialoga, al que se interroga y se le concede un nuevo valor cuya medida se ha creado expresamente.
En otro hermoso párrafo más adelante señalará: "El arte de no dejarse engañar, el método de averiguar lo auténtico entre las más diversas características y señalar el género y la historia de una obra, es decir, el arte de interpretar una obra, se denomina hermenéutica" (36). Es precisamente el arte de hacer vivos esos signos muertos, como señaló anteriormente. 
Los objetos tienen, ante la mirada del que aprende su lenguaje, una historia que contar, una parte de nuestra propia historia. Para ello, nosotros, los lectores, hemos tenido que ir asumiendo, descubriendo, los lenguajes perdidos para poder establecer el diálogo
"Dialogar" es la base de la hermenéutica, el diálogo con un texto o con un objeto que forma parte, como signo, de un texto mayor, la cultura. Lenguajes y textos, unos y otros, configuran la cultura. Con lo que sale a la luz podemos reconstruir, poco a poco, los lenguajes perdidos y lanzarnos a unas primeras interpretaciones, muchas veces alejadas de sentido que tuvieron. Es necesario perfeccionar la lectura profundizando en sus lenguajes, proceso en el que se producen errores, como en el aprendizaje de cualquier lengua.


Ceram nos trae algunos ejemplos de esos primeros engaños, de esa incapacidad de ver lo que se tenía delante. Porque ver es un acto cultural complejo; vemos lo que podemos comprender, vemos dando sentido y desde el sentido. Ese sentido se va corrigiendo camino de una mejor comprensión, enriqueciéndose cuanto mejor comprendemos ese mundo distante en lo temporal, en lo cultural o en ambos. Las cosas no significan por sí mismas; significan para alguien y en un mundo concreto. Es un mundo diferente pero no es absolutamente incompresible por esa unidad de lo humano, por esos restos que perviven en nosotros que Ceram señalaba. Con todo, llegamos a comprender desde nuestro mundo. Recreamos un universo legible en el que cuadren esos signos que van saliendo a la luz del fondo oscuro.

 El sentido de la obra de C.W. Ceram va más allá de la historia de la Arqueología, de cómo se fueron descubriendo los mundos antiguos más allá de las leyendas y mitos que nos habían llegado. Nos ofrece una visión de cómo hubo que crear un lenguaje para entenderse con ese mundo, con sus restos; cómo hubo que crear una sensibilidad nueva para poder desarrollar el interés por lo que estaba enterrado y sacarlo a la luz.
Es finalmente una historia de la Ciencia y de cómo sus verdades son parciales, las que podemos en cada momento, en función de lo que sabemos, gestar. La aventura de saber, de saber con rigor, argumentando y desarrollando instrumentos, teorías, lenguajes, pruebas, etc. que es lo que define una ciencia, siempre un ejercicio de humildad, de alegría por conocer, por salir de la ignorancia a un mejor y mejorable conocimiento provisional.

Dioses, tumbas y sabios sigue siendo una gran obra, de una enorme claridad y humildad, un ejemplo de narración y acercamiento de la aventura del conocimiento a los lectores que puedan apreciarlo. Es una lástima que estas obras permanezcan casi ignoradas por generaciones que puedan descubrirlas en las bibliotecas familiares. En el mundo de las descargas digitales apenas existe esa tentación necesaria, esa llamada de sirena visual desde el estante, que nos incita a hojear, a descubrir libros más allá de las impactantes promociones actuales. Publicada en 1949, a muchos les parecerá tan enterrada como los restos de los que habla. Pero desde que se accede a las primeras páginas, los signos muertos comienzan a tomar vida luminosa y hablarnos. Quizá no estaban muertos, sino solo dormidos, a la espera de que los despertáramos para contarnos su historia.




* Ceram, C.W. (1985 3ª), Dioses, tumbas y sabios (1949). Orbis, Barcelona.

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