miércoles, 17 de agosto de 2016

Burkinis, hijabs y otras vestimentas o lo importante es participar

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Cuando llega el verano las noticias típicas son las prevenciones frente a las quemaduras, las gafas de sol para proteger los ojos, los consejos sobre la observación de las horas de digestión, etc. Hay todo un repertorio de tópicos. Pero este verano tenemos uno relativamente nuevo: la cuestión del llamado burkini.
Los atentados en distintos países ha elevado el nivel de suspicacia y de discusión de esta cuestión. El burkini —que ha sido prohibido en las playas de Cannes y multado su uso— es solo parte de una discusión más amplia sobre la cuestión de la vestimenta islámica femenina. En este punto se concretan una serie de aspectos que muchas veces se simplifican en exceso y que sitúan a la mujer en el centro de la cuestión.


Hace unos días hablábamos aquí de la ejemplaridad que se daba al hecho de que una mujer norteamericana, de religión musulmana, hubiera sido medallista con su equipo nacional de sable luciendo un hijab, un velo. La imagen de las cuatro mujeres con sus medallas mostraba un repertorio colorista: rubia, morena, pelo azul y... velo. Ibtihaj Muhammad no tenía ningún problema en lucir el velo y ser una orgullosa norteamericana junto a sus compañeras, una más.
Los juegos olímpicos están sirviendo también para que estas cuestiones se "normalicen" de alguna manera al mostrar que el velo no significa más que lo que quienes lo llevan quieren que signifique. No significa ser radical más que en quien se lo pone con esa intención.
Muchos países islámicos han visto movimientos pendulares en la cuestión del velo. Las élites nunca lo vieron demasiado bien porque no era signo de modernidad durante unas décadas. Las mujeres se vestían a la occidental, como bien nos muestra el cine. La cuestión cambió con la llamada "reislamización", cuyo pistoletazo de salida tiene varios focos, entre ellos la revolución iraní y los viajes a los países del Golfo de muchos musulmanes a trabajar con la explosión del petróleo.
Los extremistas comienzan a sembrar su semilla y lo hacen en dos sentidos: el movimiento religioso y el movimiento antioccidental. Los dos forman parte de una misma estrategia: en unos casos se trata de mostrarse piadosamente islámica frente a la "liberación femenina" producida en los 60-70; en el otro, se trataba de reafirmar la identidad nacional frente a las modas del vestir occidentales. A cada uno le entraban por su lado débil, religión o nacionalismo. El efecto visual era el mismo: las mujeres se transformaron y empezaron a vestir el velo. Pronto se hizo socialmente significativo el no llevarlo, igualmente que antes lo era hacerlo. También los hombres asumieron barbas y algunos vestidos con los que les parecía que transmitían una imagen más piadosa y tradicional.


Es esencial comprender este último apunte porque todo sistema que se basa en signos externos acaba siendo objeto de los dictados sociales, ya sea como modas o como juicio público. Me contaban con su peculiar sentido del humor unas amigas egipcias cómo algunos hombres rivalizaban en tener más oscura la marca de la frente —la llamaban con sorna la "uva pasa"— que sale por tener la frente pegada al suelo durante el rezo. Las oscuridad mayor o menor era usada para significar más tiempo rezando, el ser más piadosos. Las barbas, por su parte, tienen toda una clasificación por sus formas. Nada pone en el Corán sobre ello, solo que Mahoma la llevaba. Lo demás corre a cargo de los que quieren mostrarse más piadosos a los ojos de los demás. Y eso incluye a sus esposas, hijas, hermanas... Es aquí donde entra el elemento patriarcal en la que el hombre marca las reglas para mantener a "sus" mujeres bajo control y con el aspecto adecuado a la imagen que quiere proyectar.


En estos días en que han sido liberadas poblaciones sirias que llevaban dos años bajo el yugo del Estado Islámico, lo primero que han hecho los hombres ha sido afeitarse públicamente; después bailar, algo que también les tenían prohibido, como la música misma. Las mujeres han quemado públicamente los ropajes que les obligaban a llevar: niqabs, burkas y demás formas de ocultación y encierro portátil.


En algún viaje a Egipto, lo primero que me preguntaban es si veía más barbas y menos velos. La verdad es que no me dedicaba a contarlos entonces. Ahora sí lo hago, no tanto las barbas como los velos. Nunca le he preguntado a ninguna amiga porqué lo ha hecho. Es más, he procurado no comentarlo y hacer como si no hubiera ocurrido nada. Para mí era la misma persona. Si quería comentarlo, muy bien; pero nada más.Conozvo parejas de maravillosas amigas, una con velo y la otra sin él.
Muchas mujeres han decidido, ante el aumento e instrumentalización de la religión por parte de los grupos fundamentalistas, dejar el velo. Algunas lo vestían por presiones sociales o familiares; otras por inercia y otras porque así lo deseaban. No son menos religiosas por hacerlo; ese era el argumento patriarcal para que se vistieran como los hombres han dictado.
Lo malo no es el velo. Lo malo es cuando convencen a quien lo lleva que es mejor que las que no lo llevan. Es una forma de chantaje moral que los islamistas han utilizado, hacer creer que quien no lo llevaba era una "mujer fácil", inmoral.
Forma parte también de su estrategia antioccidental. Las feministas occidentales, argumentan, pervierten a las mujeres musulmanas y les hacen destruir sus familias; son mujeres promiscuas que han perdido los valores, etc. etc. Se les ha dicho, por ejemplo, que el velo les previene del acoso porque muestran así que son mujeres honestas frente a las que no lo llevan. Eso no funciona demasiado porque la mayoría, cono velo o sin él, sufren acoso masivo. Pero lo intentan. El propio feminismo árabe comenzó con el acto público de desvelar el rostro.


En estos tiempos la cuestión se debe enfrentar de otra manera. Intentar regular algo sin utilizar el sentido común es contraproducente. No es el velo o el burkini lo que convierte a la gente en radical y, por tanto, quitarlo no convierte en moderado automáticamente a nadie.

El argumento francés contra el burkini es el uso de símbolos religiosos en lugares público. Convertir en "religioso" el burkini es un auténtico disparate, por más que los jueces lo hayan avalado.
Hay otra cosa más: el término "burkini". La ingeniosa palabra lo liga con el burka, que es una forma extrema de ocultación, que en absoluto tiene nada que ver. 
Quien creó la palabra —un buen invento mediático— contaba con la asociación negativa que el burka suscita incluidas la gran mayoría de las mujeres musulmanas. "Burkini" une las dos distancias mayores: la del bikini y la del burka. La función del burka es evitar la forma y la identidad femeninas, reduciéndola a una mancha negra o azul. La función del burkini no es aislar sino permitir participar en el baño o en las competiciones deportivas; es un paso hacia adelante, salir del encierro, por decirlo así.


Pero ¿y qué ocurre con las barbas? También son un símbolo religioso. ¿Se deben prohibir en las playas y espacios públicos? Hoy las barbas están de moda en medio mundo y los hay que se la dejan de cualquier tipo —salafista o vikingo— sin importarles mucho el origen o significado. A nadie se le ocurriría exigir la entrada afeitado a la playa.
Entiendo el sentido de la prohibición de los burkinis es evitar posibles conflictos en una playa en la que pueda ser considerado una especie de provocación por parte de algunas personas. Esto es absurdo, pero el mundo está lleno de gente absurda.
Pero con esa medida se produce una discriminación bastante injusta. La mujer que decide ir a una playa y ponerse su burkini está intentando, además de darse un baño, hacerse visible en un espacio público reivindicando la normalidad con su aparición. El burkini no es signo de radicalismo porque supone el deseo de participar en la vida común a través del baño.


Hay una fotografía de estos juegos olímpicos que nos muestra a dos mujeres saltando a cada lado de la red. Por un lado una egipcia con su hijab y el cuerpo cubierto y al otro una alemana con su indumentaria habitual del vóley playa, un sucinto bikini. Lo importante no es cómo viste cada una, sino que las dos están en las mismas olimpiadas, en la misma arena saltando y compartiendo una misma actividad y que al final se saludaran afectuosamente. Eso es lo importante. 


La foto de las dos jugadoras, obviamente, ha sido censurada en sitios como Irán. La jugadora alemana se ha convertido en un borroso conjunto de píxeles para los ojos iraníes. Prohibir que se puedan bañar o puedan participar en las carreras y demás competiciones es no solucionar nada y sí crear muchos problemas. En primer lugar a las mujeres; en segundo, será aprovechado por los radicales para continuar gritando ¡islamofobia!, que se persigue a los piadosos, que Occidente odia a los musulmanes. Ya lo hacen; hasta Erdogan lo hace y le sirve para hacer retroceder a la sociedad turca, que se vuelve más nacionalista religiosa.
Una frase de una jugadora egipcia de vóley resume bastante bien la cuestión: "el hijab me ha permitido hacer lo que más me gusta, jugar al vóley". Sin él, los obstáculos hubieran sido muchos.
Creo que las mujeres están haciendo mucho por la normalización de la imagen musulmana. La medallista norteamericana hizo lo mismo que los padres del condecorado militar musulmán estadounidense muerto, que fueron ofendidos por Donald Trump. Lo que hizo la deportista fue salir y decir se puede ser musulmán y norteamericano, defender en una competición deportiva o en el campo de batalla a su país, un país no musulmán, como cualquier otra persona. La medallista egipcia de halterofilia ha sido feliz sin preocuparse de lo que llevaba en la cabeza, con normalidad absoluta. En otros deportes se ha podido ver que la diferencia cultural no implica directamente una guerra.


Ayer tratábamos precisamente en el que la guerra se lleva en las actitudes, sin necesidad de vestimentas diferenciadas con el judoka egipcio que se negó a dar la mano al su rival israelí. El judoka egipcio llevaba el radicalismo dentro sin necesidad de vestimenta especial.
La ocultación de los musulmanes dentro de la sociedad es un fenómeno que debe ser revisado y estudiarse los efectos beneficiosos para todos que tiene su visibilidad en muchos casos ejemplares. Es la mejor manera de acabar con los estereotipos, que son terriblemente perjudiciales para todos. Quizá compartir unos metros de playa junto a una mujer con burkini sea mejor que pensar que quienes los llevan son potenciales terroristas. Puede que la mujer que esté tomando el sol junto a usted está mañana también lo sea, que haya decidido que tomar el sol en bañador no la hace menos piadosa o peor persona.
El burkini está generando también una industria de la moda. Algunos verán un intento de que no se sobrepasen los límites, de controlar el fenómeno. Lo verán como una moda islámica dictada a las mujeres. Sea como sea, lo que resulta de sentido común es que no es el hábito el que hace al monje, que no implica radicalización. Si, en cambio, el compartir espacios me parece positivo.


No debemos contagiarnos de la locura de los signos exteriores. Mucho menos de cualquier sectarismo o estigmatización de las personas por ellos. El radicalismo no lo causa la vestimenta y, en el caso de las mujeres, puede ser más fruto de una presión, por lo que la sanción es doble: una porque se lo ponga y dos porque no se lo quita.
Las mujeres que han quemado públicamente burkas y niqabs en el pueblo liberado en Siria no se han pasado al bikini; se han quedado con sus ropas de siempre, curadas de espanto ante lo que han tenido que vivir durante mucho tiempo, demasiado, bajo el dogmatismo. La alegría por la derrota y huida de sus crueles invasores les ha permitido saber lo que es el radicalismo. Las vestimentas se les han hecho odiosas, no las han transformado en radicales. No convirtamos nosotros en radicalismo el burkini.


Un hecho: permitir competir con este tipo de indumentarias ha conseguido que más mujeres hayan podido participar en la Olimpiadas. Eso da una gran visibilidad a las mujeres en un mundo discriminatorio. Las mujeres ganan medallas y ganan protagonismo en sus propias sociedades. Eso es positivo, un paso para ir modificando la discriminación que hacía que solo deportistas varones participaran en la mayoría de las competiciones internacionales. Cambian la imagen de las mujeres dentro de sus sociedades y nos ayudan a combatir los estereotipos culturales.


Creo que condenar a muchas mujeres  musulmanas a no pisar playas, piscinas o espacios de competición deportiva con la excusa de la vestimenta es contraproducente. No impide el radicalismo político y religioso y sí puede alentarlo. Se sanciona a la mujer y se evita indirectamente que pueda participar en competiciones internacionales, con la frustración consiguiente. No hay que confundir efectos y causas.
Ya sea en la playa o compitiendo en Río o cualquier otro lugar, creo no debemos ser cómplices indirectos de la discriminación inicial haciendo que sea la mujer quien la pague. Las multas de Cannes no arreglan nada y confunden lo que hay dentro de la cabeza con lo que hay sobre el cuerpo.
La mejor propaganda, el mejor argumento es siempre la libertad y la convivencia. 


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