viernes, 13 de noviembre de 2015

La democracia como estado beligerante

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Los temores se cumplen: "GOP elites near panic over dominance of Trump, Carson". Así titula The Washington Post el estado en que se encuentra el Partido Republicano ante la perspectiva de la próxima nominación de Donald Trump.
Ayer, uno de nuestros canales televisivos que nos abastecen desde el exterior recogía una entrevista con un comentarista político que decía vivir ele mismo edificio que Donald Trump y cruzarse con él. Decía no reconocerlo en las imágenes de la campaña en las que su tranquilo y civilizado vecino se transformaba en un energúmeno político dispuesto a soltar barbaridades e improperios contra todo aquello que le haga ganar un par de votos.
Como advertimos en su momento, aquellos que decretaron el fin de la carrera presidencial de Donald Trump —cuando en los inicios se permitió dudar del heroísmo de John McCain por su detención en la guerra de guerra de Vietnam— se han visto sobrepasados por los acontecimientos posteriores. Cada nueva barbaridad ha dado nuevas y renovadas energías a Trump. Y lo que es peor: más intención de voto republicano en las encuestas.

No es de extrañar, pues, ese estar al borde del pánico de la dirección del Partido Republicano ante la perspectiva de un triunfo de Trump. Implicaría —a su vista— la pérdida irremisible de la presidencia a manos de cualquiera que se presentara, en este caso, presumiblemente Hillary Clinton.
Toda la tarea que los republicanos ha realizado en este tiempo descalificando a los demócratas, a Barack Obama y a Hillary Clinton, desde todos los frentes posibles, se iría al traste ante la incapacidad de atraer indecisos o demócratas, y a perder, previsiblemente, parte del apoyo republicano que no iría a las urnas a votar a Trump, como ya advirtió en España hace unos días el alcalde republicano de Miami. Se ha removido tanto el fondo del río que ya no ven nada.
La democracia la inventaron los griegos y se desarrolla modernamente bajo los parámetros de la racionalidad. Implica que la gente no solo tiene el derecho a elegir, sino la obligación de hacerlo bien. La democracia no se basa en el deseo, sino en la racionalidad del deber. Ese deber se ve complicado por el concepto de interés. Si el deber implica elegir lo mejor para el conjunto, el interés, en cambio, guía hacia uno mismo, cuyos intereses pueden ser contrarios a los de los otros. Entonces, el número decide. Es peligroso hacer democracias emocionales, empáticas, pero proliferan en nuestros sistema mediáticos que se vuelven envolventes y estridentes. 


Es en ese delicado equilibrio entre una cosa y la otra (entre el deber y el interés, entre los demás y yo) en donde se mueven la teoría y la práctica política. Cuanto más solidaria y cohesionada está una sociedad, es más fácil decantarnos hacia lo que es mejor para "todos", una abstracción en la que nos incluimos. Por el contrario, si una sociedad está fraccionada y el egoísmo impera, dejo de verme en los otros y los veo, en cambio, como mi negación.
Donald Trump es una máquina perfecta de construir la "otredad peligrosa", es decir, de convertir a los demás en enemigos, haciendo que afloren esas tensiones entre lo individual y lo colectivo. Sus discursos no apuntan hacia la convivencia, sino a la construcción de los otros como obstáculo para mi felicidad.

Nuestros demagogos —asistidos por sociólogos, psicólogos, comunicólogos, politólogos, etc.— han descubierto el viejo principio de unión en el odio, del miedo al otro, del agravio, de la envidia, etc. Han puesto en marcha una maquinaria emocional basada en la negación y el miedo, cuya consecuencia práctica es el odio y la intransigencia. ¿Recuerdan los detenidos por ataques racistas que decían haberse inspirado en las palabras de Trump?
En Europa tenemos unos cuantos ya en el poder. El principio de diferencia es más rentable que el de identidad. Permite forjar enemigos en los vecinos, los inmigrantes, etc. Cualquiera sobre el que proyectemos nuestra capacidad de tener miedo acabará visto como un enemigo y permitirá construir los discursos políticos sobre y contra ellos. Muy pocos hablan de lo que piensan; se habla mucho en cambio de lo que piensan de los otros, sobre los que está permanentemente el foco crítico.
No hay como un buen enemigo para conseguir votos. Y si no lo hay, se inventa. En la medida en que es rentable, se sigue en ello sin tener en cuenta los estragos sociales que los discursos del odio y la diferencia causan en la sociedad misma, que queda convertida en un campo de batalla, desagarrada y sin posibilidad de establecer un diálogo que permita salidas reales. Las maquinarias político-mediáticas siguen reintroduciendo nuevos temas que actúan, como el carbón en la caldera del agua, manteniéndola en ebullición. La "cultura de la polémica" llamó a esto la lingüista norteamericana Deborah Tannen. El problema es cuánta presión es capaz de soportar la caldera sociedad antes de una explosión.


Una parte de la sociedad norteamericana ve con preocupación los síntomas de agravamiento de las dificultades para la convivencia. El aumento de las tensiones raciales sería una de ellas, que ahora está salpicando a universidades como Yale o Missouri, en cuyos campus la vida se empieza a deteriorar. Son ejemplos de esa pérdida de sentido de la democracia como encuentro frente a una idea beligerante que erosiona el sistema mismo, creando tanto apatía como radicalización, ambas enemigas de la estabilidad.

Es preocupante que este modelo se esté implantando en muchos espacios democráticos, incluido el nuestro. Es rentable para muchos llevar a las sociedades al límite de la confrontación. Lo malo es que muchas veces se mide mal la distancia y la fuerza y ya no es fácil retroceder o reconstruir. La democracia no puede ser un estado beligerante, prebélico, siempre en el filo. Debe ser más bien un estado de aspiración a la convivencia armónica, reduciendo conflictos mediante la solución de los problemas sociales, y no al contrario. Por supuesto, la democracia implica el debate y la discusión, pero con el fin de la resolución más adecuada, no haciendo del conflicto una forma de producir enfrentamientos sociales para beneficio propio. Pero esa es la diferencia entre los políticos que buscan el poder y los que buscan mejorar su sociedad.
Donald Trump es un detector de problemas mal resueltos, conflictos sin resolver, tensiones profundas. Las usa en su beneficio y puede ser un buen vecino mientras no tenga otra aspiración. Negociante, comediante, provocador... pero ¿político? 
Habrá que redefinir la política por lo que se hace y no por aquello a lo que se aspira. Hay muchos políticos que no lo son más que por ocupar un puesto o aspirar a él. Hacer política es otra cosa.


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