lunes, 26 de octubre de 2015

Lector K

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Afortunadamente el texto tirando a rarito que El País publica sobre Kafka tiene claro el titular: "Mucho hablar de Kafka, pero muy pocos lo leen". El resto, en síntesis, viene a decir —algunos lectores confiesan no haber entendido nada— que cada uno ha hecho sus lecturas de Kafka arrimando el ascua a su sardina. Pero, ¿dónde está lo extraño?
Lo propio de los textos es la apropiación, como nos ha enseñado la Estética de la Recepción, derivada de la Hermenéutica. Leer es apropiarse, que es hacer propio el texto. Por ello, el lector reconstruye una y otra vez en su lectura aquello que el texto puede querer decir. Luego existe el debate por la apropiación social del sentido, es decir, los que luchan por hacerte ver el texto de una determinada manera, la canónica o la rebelde, según toque. Del manual a la reseña, se acumulan las interpretaciones alrededor de aquellos textos relevantes. Cada cierto tiempo, nos mostramos insatisfechos y se introducen nuevas lecturas o interpretaciones. Lo importante es que el texto hable a su tiempo, no diga algo. ¿Qué tiene de extraño, entonces, que Sartre viera una cosa, Camus otra y usted otra más? Pues nada, desde luego. Dicen los testigos que Franz Kafka se explotaba de la risa cuando hacía la lectura de ciertos pasajes de El Proceso a sus amigos. Él también tenía su lectura.
Tampoco tiene nada de particular —más bien al contrario— lo que manifiestan los participantes en el foro: la sorpresa de la relectura. Pese a lo que dice el titular de que muchos hablan y pocos leen a Kafka, algunos lo releen y dicen haber descubierto cosas nuevas cada vez. Nada extraño o esotérico. Igual que no se baña uno dos veces en el mismo río, no se lee dos veces el mismo libro. No porque el libro cambie en sí, sino porque cambiamos nosotros o nos cambia el río de la vida. Es el lector quien actualiza los textos, los saca del papel y los pone en acción a través de la lectura. La evidencia de que cambiamos está en la relectura.
La apabullante modernidad quijotesca es haber dado espacio al lector como personaje y al personaje como lector. Hay personajes que actúan y otros que leen, forma especial de acción doble, interior y exterior. El texto actúa en nuestro interior, como actúan en el interior del lenguaje, produciéndose —como si fuera un eclipse— la alineación de los lectores, reales e imaginario, y la vida, el Gran Texto.

La metáfora del Libro de la Vida, del Gran Rollo —como decía Santiago el Fatalista, la criatura literaria de Diderot— tiende a hacernos creer en que todo está escrito. Sin embargo, nuestra experiencia es la contraria: todo está por leer. Cuando releemos, incluso, nos encontramos con que no lo habíamos leído todo. ¿Es inagotable la lectura? Sí, desde luego.
Por eso la concepción del ser humano como lector tiene un gran valor metafórico. Del libro fatalista al lector inconcluso; del sentido oculto al sentido construido mediante la interpretación.
Como sistema interpretativo que somos, usamos nuestros códigos culturales, que se van enriqueciendo con nuestras experiencias personales convirtiéndonos a lo largo de la vida en lectores especializados en ciertos campos en los que nos centramos. Nos modificamos en cada lectura en un sentido real: varía la cantidad de información disponible para la construcción de nuestro siguiente proceso interpretativo. Es aprender de la experiencia, de la experiencia lectora como de cualquier otra.
Como en todo, existen lectores más perspicaces que otros. No solo lo son porque dispongan de más información en un sentido cuantitativo, sino porque son más finos en sus lecturas. Interpretar es una cualidad general que se va configurando en cada nuevo proceso. La cantidad de competencias necesarias para comprender un texto son tantas y tan complejas que hace que un texto sea siempre un reto, un desafío para la conciencia de quien se enfrenta a él. Las palabras son solo la superficie del texto. Las necesitamos para entrar en el espacio imaginativo que se nos pide que representemos, que atendamos tanto a lo que las palabras en su materialidad provocan en nosotros —un ritmo, un sonidos combinados....— como a lo que puedan evocar en los personal y en lo cultural como ecos.


Las máquinas que realizan procesos de lectura realizan sus trabajos en estrictos códigos unívocos. Nosotros, por el contrario, estamos abiertos al error, al malentendido, a todos los procesos que aquellos que están vivos ponen en marcha ante lo que nos desafía.
Se quejaban en el texto de cómo cada uno se ha ido apropiando de Kafka y haciéndolo suyo como si existiera un "Kafka verdadero", único, que es el que el crítico de turno posee. No muchos autores logran eso. En realidad aquellos que provocan lecturas múltiples son por ello los más ricos, los inagotables. El problema son aquellos que no solo no se leen sino que además han sido reducidos a una lectura canónica contra la que nadie parece tener interés en luchar.
No sé si existen autores indispensables. Solo sé que hay muchos autores buenos, tantos que podríamos pasar la vida leyendo y disfrutando, enriqueciéndonos en el diálogo con sus textos, haciéndolos nuestros. De algunos de ellos se habla; de otros, ni eso.


No sé si se habla de Kafka o de lo kafkiano, que son dos cosas distintas. Hace mucho que no veo a la gente con La Metamorfosis, El castillo, América, El proceso o la Carta al padre. Los libros electrónicos no tienen portada visible y eso hace que no sepamos qué lee cada uno a simple vista. Ayer estaba leyendo en el andén mientras esperaba el tren de regreso y un señor, tocado con una gorra roja, me dijo al pasar: "¡Ese es un buen libro!". Con los libros electrónicos o las tablets no te dice nadie estas cosas.
Me hace ilusión cuando veo a gente leyendo buenos libros. Igual que me deprime verlos con obras muy malas, de puro consumo, que no valen el tiempo que se tarda en leerles. De esas obras de moda se habla demasiado. Pero se olvidarán pronto.
Hay un Franz Kafka, afortunadamente diverso, que crea lectores K también diversos. No tiene nada de raro. Como lectores nos parecemos a sus personaje, en búsqueda constante de sentido y sin acabar de encontrarlo.

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