lunes, 31 de agosto de 2015

Los parásitos

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
El drama constante de los refugiados y la emigración llegados desde los lugares en los que ya es imposible vivir, nos está dejando una estampa distinta en las últimas semanas con el inclasificable espectáculo de las mafias de traficantes. Si la guerra es un negocio, el tráfico de personas no lo es menos. Las noticias que nos llegan cada día son una muestra de hasta dónde somos capaces de llegar en nuestra codicia.
Las mafias son una muestra de capitalismo salvaje. Resuenan esas palabras que se repite a los que se apuntan a cualquier cursillo de emprendedores: las crisis son oportunidades. Vamos descubriendo hasta qué punto es cierto. Lo que no nos dicen es la corrupción que genera aprovechar ciertas crisis en vez de intentar solucionarlas.
Teníamos las referencias claras de lo que era el paso desde el sur hacia los Estados Unidos y el gran negocio que se había formado con la emigración además de con las drogas, marcando la vida de la zona. Se nos decía que el mayor control del tráfico de drogas había hecho cambiar de negocio a los mafiosos y que ahora se dedicaban al tráfico y al secuestro de personas en su tránsito hacia los Estados Unidos. Una economía flexible y adaptada.


La economía de estas zonas comienza a cambiar y va girando hacia la emigración, a sacar provecho de la situación de los que llegan. Es un principio económico simple: se invierte en lo que resulta más rentable. Y estos "emprendedores de sangre" comienzan a hacer sus fortunas con los que necesitan desesperadamente ayuda.
El espectáculo que estamos viendo en lo que hasta ahora llamábamos el "Mediterráneo" se está modificando con lo que nos decían: por mar solo va una pequeña parte; la mayoría escoge la ruta terrestre, la que pasa por Turquía y sigue por los Balcanes hasta llegar a una frontera comunitaria. Estas mafias llevan mucho tiempo trabajando y han pasado a primer plano por el aumento del flujo de personas. Pero han trabajado en silencio, beneficiándose de la desgracia ajena durante mucho tiempo.
A diferencia del tráfico marítimo, del que solo se nos daban imágenes de los que llegaban o de los que morían, la ruta de tierra ha permitido seguir el camino, ver el espectáculo dramático de ver a las familias cargando con los niños en brazos, destrozados caminando por las vías, pasando vallas y alambradas, luchando por hacinarse en el interior de viejos trenes. Permite escucharles en lo que nos cuentan del horror del que vienen, pero sobre todo permite ver la normalidad del proceso, su horror cotidiano de miles de kilómetros recorridos.


La muerte horrible de 71 personas encerradas en un camión abandonado en la carretera en Austria nos ha acercado mucho el horror. Y nos ha desvelado el negocio del tráfico en toda su crudeza dejando al descubierto esta vieja forma de economía internacional con la que parece que no es posible acabar. Ya no se trata de los botes hinchables que salen por mar o de los destartalado barcos en los que se asfixian en las bodegas o en las salas de máquinas; ya no se trata de las pateras. Son caminantes que se suben a trenes, a camiones, a furgonetas, a todo lo que les acerque hacia un destino idealizado que siempre les parecerá mejor que el infierno del que salen.
El gobierno norteamericano, que tiene por costumbre estar diciendo a Europa lo que debe hacer, hablaba del "control de las mafias". No sé si es el más adecuado para dar ejemplo sobre a quién hay que "controlar" cuando aparecen constantemente fosas comunes en las que han acabado sus inmigrantes a los que se les cobra y se les mata por el camino, que resulta un negocio mucho más productivo. No sé si es el más adecuado para hablar cuando no ha logrado acabar con los "vigilantes" de la frontera, con Steven Seagal en plan estrella de un "reality" incluido (ver "Apatrullando Texas") y tiene vociferando a un Donald Trump ganando adeptos a golpe de racismo y xenofobia, de expulsión y muros fronterizos.


Las afirmaciones de los emigrantes de que agentes de la policía serbia les dejan pasar mediante pago nos vuelve a la realidad de lo que está ocurriendo. Mientras no se tomen decisiones políticas reales y de inmediato cumplimiento, esos inmigrantes serán explotados hasta la última moneda, hasta la última sangre. Se han generado a su alrededor, a lo largo de todo el camino, unos productivos negocios que las autoridades de algunos países no evitan con la esperanza de que favorezca el tránsito quitándoles a ellos el problema de encima. Cuanto menos tiempo estén en su territorio, mejor.
Pero el problema ya no se puede dilatar más. Se ha hecho con la guerra de Siria, hasta convertirlo en un conflicto horrendo que ha posibilitado la aparición y toma de posesión de territorio del Estado Islámico. La incapacidad para alcanzar una salida para Al-Assad en el momento en que se produjeron las revueltas de 2011 es lo que ha generado que la "primavera siria" pasara a ser un infierno fundamentalista gracias a la llamada al yihadismo internacional —incluido el llamamiento del entonces presidente de Egipto, Mohamed Morsi— para ir a combatir allí, desplazando a los sirios que reclamaban más libertades frente a la dictadura de Al-Assad.


El miedo a perder un aliado hace responsable a Rusia también de lo que está ocurriendo allí. Rusia se ha limitado a poner el veto a cualquier resolución o acción en la zona y a suministrar armas a Al-Assad. Igualmente los países de la zona (o de más lejos) que entendieron que la caída de Al-Assad representaría un aumento de la influencia de Estados Unidos en la zona son responsables de no haber puesto soluciones encima de la mesa y de haber creado este caos imparable que ahora mismo es y se sigue extendiendo más allá de las fronteras.
Hoy son cientos de miles de personas de los dramas sin resolver de Libia y Siria (además de los que vienen huyendo de Irak, Afganistán y de un África completamente revuelta) los que sirven de materias primas para el enriquecimiento de estas mafias que han aprendido durante años que los gobiernos no les ponen muchas trabas cuando se trata de evitar que se queden en sus países creando un "problema".
La crisis a la que asistimos es de una enorme dimensión política, pero sobre todo moral. Europa puede sobrevivir a muchas cosas, pero es difícil que se construya sobre un fondo de inhumanidad e insolidaridad ante un problema de este calado. Lo que hagamos ahora marcará nuestro futuro.
Los que sufren las consecuencias de la inoperancia internacional son esos millones de personas desplazadas y hacinadas, mal atendidas en campamentos desbordados y lanzados a la aventura, con viejos a la espalda y niños en los brazos.

Vamos aislando mentalmente la zona como si estuviera condenada a la inestabilidad, como si fuera lógico y natural lo que allí pasa. Solo cuando llegan hasta nuestras mismas puertas nos damos cuenta de que la distancia es pequeña, solo enorme para los que no llegan.
Son el horror presente y la falta de futuro lo que impulsa a esos millones de personas a huir lejos de sus tierras. La experiencia en los países próximo es de solidaridad de algunos y abusos de otros. Los recursos son muy limitados y las agencias internacionales avisan de los problemas. Libia, Siria, Irak... son escenarios de muerte, la vida apenas vale. Los que tienen familias fuera, en Europa, tratan de reunirse con ellos; los que no, salen a la aventura, un camino de llegada que empieza a parecerse cada vez más al de salida.
No son parásitos. Los parásitos son esas mafias que tratan de hacer fortuna con el sufrimiento ajeno, llevándoles a la muerte sin el menor escrúpulo, ahogándolos en el mar, en las bodegas de un barco, en el interior de un camión cementerio. Parásitos son también todos aquellos que teniendo responsabilidades no dedican su tiempo y esfuerzo para resolver este drama que nos avergüenza a todos. Parásitos son los que buscan rentabilizar la situación para asegurarse sus propios objetivos, da igual del tipo que sean.




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