martes, 19 de mayo de 2015

Una preocupación educativa

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Es un tema que sale de vez en cuando en nuestras conversaciones de profesores universitarios. Como en otras profesiones, dedicamos un tiempo de nuestras charlas a hablar sobre el estado de nuestros alumnos. Y estamos cada vez más preocupados por la creciente desconexión cultural que percibimos.
Como docente, gran parte de nuestro trabajo es establecer conexiones entre conceptos, campos, situaciones, etc. Muchas veces tratamos de recurrir a analogías que nos permitan entrar indirectamente en un concepto que queremos explicar. Es un recurso que solía ser eficaz y que antes nos permitía establecer paralelismos con obras de la cultura en sus más diversas manifestaciones. Ahora es un ejercicio deprimente preguntar por la lectura de alguna novela, una obra de teatro, poemas, si hablamos de literatura, o de cine, de cualquier arte, filosofía, historia, etc.
Se ha perdido el sentido extensivo de la cultura frente a un fomentado universo de presente del que entran y salen cada día objetos que seguramente no volverán a ser tenidos en cuenta. Hablamos de lo que quieren que hablemos. Se ha perdido el sentido evolutivo de la educación, es decir, el de la absorción de una tradición mediante la adquisición de elementos que conectamos para tener el repertorio suficiente, aunque inagotable, de lo que podríamos denominar una "persona culta". La degradación de este concepto es sorprendente y, por supuesto, se considera desvinculado de la formación universitaria, a la que se le da un valor puramente instrumental.


Hasta hace apenas unas décadas, ser universitario implicaba una cierta responsabilidad en la formación. Se veía al universitario como a alguien que formaba parte de unos grupos con unos niveles culturales más allá de las propias materias específicas. Se daba por supuesto la existencia de lo que podríamos llamar inquietudes intelectuales o culturales. Eso implicaba extenderse por las ramificaciones para comprender las conexiones del laberinto de la cultura. Esto prácticamente ha desaparecido. Es más, no se entiende su significado o función. ¿Para qué?, preguntan, aquejados de un utilitarismo brutal.

Lo peor de todo esto es la incapacidad para entender las propias carencias, es decir, aquello que contribuiría a una formación que hoy se considera por el contrario innecesaria. ¿Cómo pueden saber las personas lo que necesitan si no sienten la necesidad? Ese es precisamente el papel de la "educación". Pero nuestros sistema educativos no fomentan ese sentido de la cultura y se han desarrollado desastrosas teorías pedagógicas y económicas sobre lo que es necesario a través de diseños de "habilidades" y "competencias" respecto a "objetivos" concretos que se deben superar. Y no hay más.
Nuestro empobrecimiento ha sido en picado, sin amortiguación y acelerado. Nuestros ministerios están oyendo los cantos de sirena de las industrias y de información requerida para puestos que no requieren más que conocimientos aplicados.
Más allá del conocimiento pragmático está lo que hace que la gente madure durante su proceso de educación que debe ir más lejos que la formación profesional de las personas. Pasar por la Universidad (por el conjunto del sistema educativo) debería dejar más huella que la que deja. Y se debería llegar a ella con una mayor motivación que este mero pasar que percibimos en mucho del alumnado. No se trata de que las carreras sean fácil o difíciles, sino de cómo se ve la persona a sí misma, que percepción tiene de lo que supone estar unos años en un ambiente que es cada vez menos favorable a esa idea de cultura como la que señalábamos.
La situación es preocupante porque no tiene visos de mejorar. Los docentes no consultamos unos a otros para saber si es solo una percepción personal o se trata de una cuestión más amplia.


No hay ese sentido de estar y aprender en la universidad más allá de lo estrictamente señalado en los programas de las asignaturas, que sufrieron un impacto del que no se han recuperado cuando se decidió fragmentar las materias en asignaturas cuatrimestrales, una duración con la que cuando pueden haber llegado a entender algo ya han terminado. Hemos expulsado el "tiempo" de nuestras universidades, el tiempo como detenimiento como ralentización de la premura. Con ello, el diálogo se ha convertido en cháchara, en parloteo técnico que no busca la profundidad sino cumplir unos programas, objetivo loable si hubiera garantías de que se entienden.

No sé a quién se le ocurrió el modelo que hoy tenemos, pero es muy deficiente. Y empeora, señal de que procede del fondo del sistema educativo y, lo que es peor, del fondo de la sociedad que no mejora porque no tiene la motivación ni la percepción de su propio estado. En ocasiones, algún alumno o alumna (más ellas que ellos) entra en tu despacho y te dice algo como "¡me he dado cuenta de que no sé nada!" o "¡quiero aprender!", grito dramático del que ha ido pasando año tras año por el sistema educativo recibiendo palmaditas en la espalda pero se da cuenta en alguna epifanía de que realmente no entiende el mundo que le rodea, desconoce un mundo que se le muestra esquivo. Son pocos los que adquieren ese nivel de claridad trágica que les hace ver con lucidez que han sido víctimas de un gran engaño educativo. Han aprendido a hacer lo que les hemos propuesto, pero nuestras propuestas son pobres y adecuadas a un aquí y ahora que no les ha hecho madurar en el conocimiento de sí mismo y de su cultura.

La queja es cada vez más frecuente. Regresamos del aula afectados por lo que hemos visto o detectado, por las enormes carencias de alumnos que, no es que no estudien, sino que se han dejado muchas cosas fuera de sus intereses. Se puede vivir sin ello y tenemos ejemplos sobrados a nuestro alrededor de incultos triunfantes. Pero no deja de ser triste que la universidad haya renunciado tan fácilmente a un ideal de conocimiento personal más allá de las tareas mecánicas en muchas carreras que requerían de unos conocimientos con otro tiempo de maceración.
La constatado es que ya no producimos personas cultas, no se considera que sea nuestra misión. El alumno mismo tiende a rechazar lecturas que no le sean de aplicación inmediata, cuando el mundo de la comprensión no funciona así. 
Estamos constantemente conectados, pero nos hemos desconectado de la cultura, que es el máximo nivel de interconexión, la verdadera red. Nos diluimos en flujos de información y confiamos en una memoria exterior a la que se accede cuando se necesitan los datos. Hemos perdido, en cambio, nuestra autonomía, el poder pensar desde un conocimiento que crece en nosotros. Todo está ahí; nada está en nosotros. La cultura es el dasein.
La cultura no está hecha de resúmenes o manuales, sino de obras que hay que entender dándoles su tiempo, sencillamente, porque nos desbordan, porque debemos realizar aprendizajes previos para poder abordarlas con garantías. Pero no es así. Por el contrario hemos desarrollado una soberbia que nos hace pensarnos capaces de cualquier proeza intelectual con las herramientas más simples y una conexión a la red, que cumple la función del patito salvavidas del que pretende navegar aguas profundas.

Habría que revisar muchas cosas. Pero seguimos nuestra marcha triunfal, orgullosos, hacia la incultura conectada.


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