martes, 6 de mayo de 2014

No sin mi protocolo

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Algunos recordarán que lo mío con los protocolos no es nuevo. Algunas veces intento que la persona que se encuentra encerrada en su protocolo —los hay absurdos— recupere algo de la humanidad con la que llegó al mundo y de la que después fue despojado de buena o mala gana. En ocasiones logro que alguien haga algún pequeño gesto comprendiendo lo absurdo del planteamiento del protocolo que siguen. Pero no suele servir de mucho. El protocolo manda. Donde no hay protocolo, reina el caos.
Pero hoy me he quedado de piedra. Confieso que me ha sorprendido. Ha sido en las noticias de la noche, cuando las pantallas nos mostraban la llegada a declarar de unos profesores, un psicólogo y el inspector educativo de la Comunidad sobre un caso de  abusos sexuales. Los periodistas, al igual que los jueces, les preguntaron sobre el conocimiento que tenían de los actos denunciados por las alumnas del Centro. Los profesores señalaron que las alumnas les habían hablado de los abusos. Lo sorprendente ha sido la declaración del inspector de la Consejería de Educación, que también señaló que se lo habían dicho los padres de una alumna. Ante la pregunta lógica de "¿por qué no lo denunció?", la respuesta fue "que no había protocolo de actuación para esos casos en su departamento".


Las caras que se les quedaron a los periodistas que le rodeaban fue más o menos como la que se me quedó a mí al escucharlo. "No había protocolo". " ¿Y ahora?", preguntó con cierto asombro una periodista micrófono en mano. "Ahora, sí", contestó intranquilo el inspector. "¿Ahora ya lo pueden denunciar?". "Sí, ahora sí porque ya hay protocolo", dijo el hombre satisfecho.
Realmente no sé cómo funcionó el mundo hasta que se crearon los protocolos. Hace un par de semanas, el diario El Mundo publicó un artículo sobre la cuestión de los "algoritmos", que son primos hermanos de los protocolos. Después de una cierta paranoia a lo Matrix, Pablo Pardo contaba desde su corresponsalía de Washington:

Los algoritmos se han convertido en el carbono de la sociedad del mundo moderno. Están tras la ciencia, la cultura, la tecnología y la economía del siglo XXI. Y lo más paradójico es que no hay una definición formal de lo que son. El Diccionario de la Real Academia dice que algoritmo es un «conjunto ordenado y finito de operaciones que permite hallar una solución de un problema», y también un «método y notación en las distintas formas de cálculo».
Todo lo que aplica la lógica a la solución de problemas es un algoritmo. Llevando las cosas al extremo, podríamos decir que una receta de cocina es un algoritmo secuencial, porque usa diferentes ingredientes, que son las variables, en diferentes módulos -primero se mezcla, después se sazona, a continuación se le deja enfriar, etcétera- para alcanzar un resultado.
El ejemplo de la receta de cocina, aunque un poco surrealista -y prueba fehaciente de que este artículo no lo ha escrito un algoritmo, dado que entre las capacidades de éstos no se encuentra la ironía- es bastante ajustado a la realidad. Porque un algoritmo tiene dos claves fundamentales. La primera: sus instrucciones deben ser ejecutadas de forma ordenada, con lo que no cabe saltarse pasos o volver atrás. La segunda: no hay margen para la experimentación, es decir, no hay prueba y error.*


Las dos claves fundamentales del algoritmo son la base del protocolo: ni se le ocurra cambiar las cosas y deje los experimentos para sus ratos libres. El protocolo es la versión "inhumana" del algoritmo, que tendemos a pensar de forma matemática. Ambos son procedimiento secuenciales repetitivos e inalterables a menos que haya otro protocolo para modificarlo. Descubrimos e inventamos algoritmos; nos encerramos en protocolos.
Deseosos de ser máquinas precisas y liberadas de complejidades dostoievskianas derivadas de nuestra primitiva ilusión de libertad, de nuestro complejo de culpabilidad por haber deseado eliminar al padre en conjura primitiva para quedarnos con el poder en la tribu, el ser humano añora los protocolos que le marquen el camino como tablas de la Ley sacadas de un todo a cien. Y entonces surge ese grito de rebeldía, esa escalofriante proclama que hiela la sangre de las generaciones: "¡No sin mi protocolo!"


Todos aquellos frágiles funcionarios, aquellos profesores y directivos que recibieron las quejas de las alumnas de que estaban siendo presuntamente acosadas por su profesor de piano, mostraron su renuncia a actuar conforme a un voluble criterio personal condenado al fracaso de la mera opinión o a enfrentarse a una demanda legal por acusación sin fundamento, o cualquier otro criterio mediante el cual uno se piense dos veces lo que va a hacer.
Felizmente, todos tienen ya un protocolo con el que dejar fuera de sus tareas profesionales casos de conciencia, dudas por debilidad orgánica, resueltas gracias a la llegada del protocolo purificador.
Habrá gente que no conciba actuar en el mundo sin las muletas de protocolo, prótesis del pensamiento, flotador con patito de las conciencias demasiado pesadas y renqueantes a la hora de decidir, aunque sea ante casos tan graves como los que llegaron ante el juzgado ayer.

De todas las tonterías escuchadas en estos últimos —el listón está alto—, ninguna más ramplona y estúpida que la excusa de la ausencia de "protocolos" para encubrir el miedo a enfrentarse a los hechos denunciados por temor a las consecuencias de la denuncia en caso de que se vuelva contra los que la inician. No le demos más vueltas; no es más que eso, miedo a la responsabilidad. El protocolo te cubre las espaldas: no eres tú, es el protocolo. Nada personal.
Pero si no hay protocolo, te tienes que "activar" tú y eso, amigo, es un riesgo que no va con el sueldo. Que un inspector educativo de la Comunidad de Madrid reciba las denuncias de las víctimas y no pase nada es realmente deplorable. Tiene el inspector una excusa que le sale sin pedirla: se lo dijo a sus superiores. Pero a los superiores no se les va con chismes, sino con protocolos en marcha, con todo el peso de la maquinaria humana y legal. ¿Qué se ha creído? Todas las personas —que han resultado ser muchas— a las que se les dijo y no hicieron nada al respecto están cautivas del mismo complejo protocolario. Cada vez llega más gente al mundo con vocación de máquina. En realidad, al sistema le interesa la creatividad justa y bien pagada, Al resto, protocolo.


La obsesión por el protocolo llega a todos los rincones. Leo las declaraciones de Andy Murray, el tenista, que confiesa sobrevivir gracias al "plan":

Todos los jugadores buscan entrenador porque en el largo plazo es importante tener una estructura, un plan, que alguien te monitorice, que vigile lo que haces. Es importante también confiar en él y el plan. Si no, es fácil que pierdas un partido y empieces a dudar del plan. Es como Guardiola ahora con el Bayern de Múnich. ¿Debería cambiar de estilo? ¿Solo por un muy mal resultado? Ha tenido mucho éxito jugando de esa manera. Ha funcionado muy bien durante un largo periodo de tiempo. Por eso es muy importante que en el largo plazo creas en el plan y que la gente que tienes a tu alrededor crea en el plan.**


Ni Orwell lo hubiera expresado mejor. Ya lo dijo el Gran Inquisidor sevillano en los Karamazov: como les des libertad, ¡te la tiran a la cabeza! ¡Donde esté un buen protocolo!


* "La civilización de los algoritmos" El Mundo 13/04/2014 http://www.elmundo.es/ciencia/2014/04/13/5348544ae2704e4c568b4587.html
** "Murray: “Igual que Guardiola, creo en tener un plan”" El País 5/05/2014 http://deportes.elpais.com/deportes/2014/05/05/actualidad/1399317417_376554.html





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