sábado, 10 de mayo de 2014

Aquí y ahora de la Cultura

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Se publicó el 6 de mayo un artículo en el diario El País firmado por Rafael Argullol, con el título ""La cuarta contrarreforma", en el que se establece una teoría sobre los males culturales que padecemos. El arranque del artículo es el siguiente:

En medio de una notable ignorancia social y de una absoluta indiferencia política España está arruinando, de nuevo, las posibilidades de construir una comunidad moderna y culta. Cada vez es más evidente que el desastre puede comprometer el futuro a lo largo de décadas, sino de todo el siglo XXI. Me refiero al progresivo deterioro de la cultura y al drástico abandono de programas de investigación científica que tienen su encarnación más evidente en el éxodo de decenas de miles de graduados universitarios. Lo que está en marcha es una auténtica contrarreforma, la última de las que han impedido el acceso a una sociedad con arraigo ilustrado.*

Según expone Rafael Argullol, a la primera Contrarreforma histórica le sigue una segunda con el movimiento que cerró la Ilustración posible en España; una tercer que fue con la que acabó la Guerra Civil y ahora estamos en esta cuarta oleada de negativismo intelectual. Por medio se lamenta, entre otros hechos históricos, de la expulsión de la comunidad judía, que hubiera podido aportar mucho a la cultura y otros tristes acontecimientos de nuestro devenir de siglos.
Comparto —y me desahogo con frecuencia por escrito y oralmente— la opinión sobre los males de la cultura (o de la falta de la misma) que señala Rafael Argullol. Se ha perdido una oportunidad de oro para desarrollar una sociedad en la que la cultura tenga su sitio y valoración. Discrepo, en cambio, sobre la necesidad de elaborar teorías de largos ciclos, de conspiraciones centenarias, o de especulaciones sobre el origen de "lo nuestro" porque creo, sinceramente, que son una enfermedad crónica española, que consiste en mirar con telescopio lo que tenemos delante de las narices, volver a celtíberos, fenicios, romanos, godos, árabes, etc. para explicar lo que se puede explicar — ¿dónde está la Navaja de Ockham?— de forma más sencilla, sin abandonar nuestro presente. Igual que me niego a ser esclavo de la Historia, me niego a reconocerle "amos" y reivindico la voluntad de hacer y la culpa de fallar estrepitosamente en el mundo que me rodea. Me siento más camusiano, padre de mis errores y los de mi generación, hijo de los de la anterior y responsable de lo que deje, pues también somos responsables de las actitudes que tenemos ante lo que recibimos, lo que hacemos y dejamos. No me van los largos ciclos porque la vida es corta y siento que debe servir para algo. El hegelianismo lo dejo para el que quiera; prefiero el aquí y el ahora para que haya un después.


Soy un profundo admirador de Rafael Argullol desde mis primeros tiempos en la enseñanza en los que devoraba sus textos sobre el romanticismo europeo y sus fundamentos filosóficos, años en los que hacía a mis primeros alumnos leer el Hiperión de Hölderlin y los poemas de Leopardi y les recomendaba como bibliografía sus escritos, obras como La atracción del abismo (1983) o El héroe y el único (1984) para acercarse a ellos. Podíamos entonces hablar del desengaño de Hiperión, llenos de sueños de antigüedad, ansioso de mito, al enfrentarse a la Grecia real, recorrida por asaltantes y bandoleros, cuando aquellos soñadores esperaban encontrar héroes y semidioses, o del diálogo del pastor errante leopardiano con la Luna.
Creo que, después de treinta años, las explicaciones se pueden centrar en nuestra propia deriva, en un retroceso cultural sin necesidad de recurrir a grandes corrientes de la historia, a duelos eternos entre las dos o veinticinco Españas. La explicación es mucho más sencilla si nos hacemos responsables de su degradación en solo una generación que fue la que comenzó cantando a la cultura como forma de combatir la dictadura y que dejó fuera esos ideales porque entendió la modernidad por otras vías, disociando los aspectos económicos y del desarrollo cultural. Lo que padecemos es una deformación del crecimiento, un desequilibrio fruto de la falta de aspiraciones, de un modelo real de país, de instituciones y de las funciones de la misma.


Coincido plenamente —creo que casi todos lo hacemos— en que es a mediados de los ochenta cuando empieza el cambio en la forma de concebir la cultura, sus destinatarios y, también hay que decirlo, sus beneficiarios. El énfasis puesto en modernizar la vida española intelectualmente se puede percibir en la cultura real en fenómenos como los libros publicados o las películas realizadas, por ejemplo, en la diferencia real que se percibía entre "No desearás al vecino del quinto" y "El espíritu de la colmena", entre "¡Qué tía la CIA!" y "Mamá cumple cien años", entre discos como "Poetas andaluces de ahora" y "La Ramona", entre cantar a Alberti, a Machado, a León Felipe o "La barbacoa". Creo que entonces se percibían las diferencias. Hoy no lo tengo tan claro.
Hubo una España que quería ir hacia Europa y otra que quería que nuestros chiringuitos se llenaran de europeos. Pero esas dos Españas han estado más mezcladas de lo que pensamos. El desarrollo económico se desligó de otras motivaciones culturales al dejar de ser una seña de identidad de una generación y se pasó, sencillamente, a lo más productivo. Las élites intelectuales dejaron de sentirse comprometidas con la cultura y los que la recibían y comenzó un trasiego que no tenía más metas que el enriquecimiento, convertido en sacrosanta doctrina bendecida por el neoliberalismo campante por entonces. Medir el beneficio cultural en términos económicos siempre es muy peligroso porque no se puede tener en cuenta el beneficio. Sabemos lo que puede costar una producción teatral o la edición de un libro, pero ¿cómo medimos su rendimiento cultural? Y lo que no se puede medir, queda fuera.


España tiene la cultura pobre que necesita por la pobreza de su planteamiento de desarrollo económico. Y en esto ha intervenido toda la sociedad española, que aplaudió el modelo de desarrollo basado en el turismo y en la especulación inmobiliaria. 
Nuestros mejores alumnos, los más brillantes, no salen de España por ninguna conspiración contrarreformista iniciada hace 500 años. Se van por nuestras decisiones erróneas, porque hemos ido poniendo los huevos en la cesta equivocada y no sabemos cómo salir de ella en un mapa mundial en que los papeles están repartidos y en el que nuestros inversores van a buscar lugares baratos en los que fabricar antes que hacerlo aquí.

No somos los únicos que padecemos esto. Pero nuestro desarrollo cultural no llegó a instalarse plenamente tras el desarrollo de los años sesenta y la generación que lideró la transición pronto se fue por otros derroteros: la que criticaba la España de pandereta en espectáculos satíricos como "Castañuela 70" se dedicó a ir a fumar habanos a los toros y a enviar canciones infames a Eurovisión, para escarnio propio. Ninguna generación es buena si no prepara el camino a la siguiente, si no construye las condiciones para mejorar. Y la siguiente, la actual, es la que lo está padeciendo en este paraíso turístico que hemos montando, el reino del "evento".
Todo esto se traduce en un entorno cultural pobre y pesetero sin pesetas, porque aunque no tengamos la moneda, nos queda su espíritu convertido en euros. En este marco queda en evidencia constantemente el sistema educativo, quejumbroso e incapaz de autocrítica, como productor de todo lo que llega, para bien y para mal, a nuestras universidades, también responsables de esa pobreza cultural. Todos anteponen sus intereses a los del conjunto de la sociedad, que es la consecuencia de esta España unida por la "marca" y no por una solidaridad que hubiera evitado los excesos y desequilibrios que hoy padecemos.
Nos fallan políticos, patronales y sindicatos, y muchas instituciones que no han asumido la función social que deberían cumplir, y atienden más disputas que a otra cosa. La constante vergüenza a que estamos sometidos con las noticias de procesamientos de todo tipo de personas que deberían velar por nosotros, por todos, y que sin embargo solo han buscado su beneficio, es donde hay que buscar esta conspiración atomizada, este goteo de desvergüenza. Lamentarnos porque se expulsó a los ilustrados judíos —yo también lo lamento— hace 500 años no va a servir de mucho para arreglar nada.
Los que han llevado a esta pobreza son los que nos han vendido que esto, lo que tenemos, era riqueza, modernidad y desarrollo. Los que teorizan que los libros son buenos o malos según se venden, la obras mejores o peores según su audiencia, los que dicen que lo mejor es lo que deja más margen de beneficio, apoyados por la tropa de economistas y buenos gestores que certifican que lo importante es el beneficio y no cómo se obtiene.


Nada hay más político que la cultura. Digo "político" no en el sentido partidista, ideológico o sectario; lo digo como muestra de la voluntad de acción sobre la ciudadanía, de actuar sobre su mejora y formación no convirtiéndola en propaganda o negocio sino creando las condiciones de su posibilidad a través, entre otras cosas, de una educación de miras más amplias que la que hoy sufrimos en todos los niveles. La falta de miras culturales asusta realmente y se traduce en un entorno cada vez más pobre en el que es difícil construir la cultura por venir. La menor cultura rebaja las expectativas de cultura o, si se prefiere en el otro sentido, la brutalidad llama a la brutalidad. El entorno hace lo demás, pues si no tenemos esas referencias de contraste no viviremos la incultura como una carencia sino como pertenencia al grupo, como señas de identidad.
La cultura hoy, trabajar sobre ella para fomentarla, supone una lucha contra una barrera social, la de la indiferencia por el desconocimiento, por el aburrimiento fruto de la falta de contacto con ella que hace que sea cada vez más difícil acercarla a los que no son capaces de vivirla. Para apreciar la cultura hay que crear un ambiente cultural, de la misma forma que para emplear a los investigadores tiene que haber una demanda industrial o científica.

Estamos pagando nuestra desidia, nuestra complacencia, nuestra lucha constante sin dedicarnos a aspectos que podrían ser aceptados por todos pero que al convertirse en campo de batalla no se consolidan, como ocurre de forma grave con la educación, sin ir más lejos. Cada vez la ignorancia es más orgullosa, más osada, llega más lejos; se asienta en los lugares de decisión y busca cumplir sus propios fines y no los que nos deberían competer a todos. Pero ese "todos" es inexistente hoy, en un mundo político a cara de perro, incapaz de acuerdos, con mundo empresarial que solo busca el beneficio y en un mundo educativo perdido en las luchas y competencias internas.
Es difícil que la cultura mejore en un mundo sin preocupaciones culturales, que busca el éxito rebajando lo que ofrece y presenta como calidad lo que no es más que venta. Se ha dejado a la voluntad individual lo que también necesita de un apoyo institucional que diferencia "cultura" de "espectáculo" y de "demanda". Pero no es así, desgraciadamente.
Hablamos anteriormente del desengaño del Hiperión hölderliniano cuando se enfrentaba a la degeneración de la sociedad de su tiempo. Muchos vivimos algo así, con más melancolía que heroicidad, en el mundo universitario viendo que es cada vez más difícil aproximarse a los que llegan, nacidos sin culpa en un páramo que entre todos hemos construido y cuya constatación nos duele profundamente. Aunque Rafael Argullol firme su artículo como "escritor" es Catedrático de Estética de la Universidad Pompeu Fabra. Todos somos responsables. Más allá del lamento está la acción; más allá de la Historia, el momento, aunque sea el de Sísifo.
En cada parcela hay que tratar de hacer algo, despertar el sentido de la carencia que lleve al apetito de las cosas que muchos venden como inútiles, pero que no lo son; que son el fondo sobre el que se construye una sociedad más crítica, con más apetencia de justicia y solidaria. La cultura no es solo un negocio, es lo que hace sensible a una sociedad hacia sus problemas, sus responsabilidades y la ayuda a elegir sus caminos futuros. No es pasar el tiempo, sino construirlo.




* "La cuarta contrarreforma" El País 6/05/2014 http://elpais.com/elpais/2014/05/06/opinion/1399374920_663644.html






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