lunes, 9 de diciembre de 2013

Mercados o la reducción de la política

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
El diario El País nos trae una entrevista con Michel J. Sandel, profesor de Filosofía Política de la Universidad de Harvard y autor de la reciente obra  Lo que el dinero no puede comprar. Los límites morales del mercado, un texto que irrumpió en pleno debate electoral en la última campaña en Estados Unidos y que ahora aparece entre nosotros. En una entrevista con el título “La desigualdad creciente es un problema para la democracia”, Sandel critica la reducción de la Política a la aplicación de las normas de mercado hasta convertirla, dice, en una "sociedad de mercado".
Los grandes temas sociales son reducidos a cuestiones de mercado, palabra que parece querer decirlo todo, presente en todas partes como invocación más que explicación, que nos remite a un inmenso vacío producido no por el silencio sino por la repetición incondicional. La palabra se ha vuelto mágica en un sentido ritual, de normalización aburrida y aceptación acrítica, sin ir más allá de su sonido.
Se le pregunta a Sandel sobre el poder de los mercados, otro de los tópicos de aceptación que rondan la palabra mágica:

P. Pero los Gobiernos parecen cada vez más débiles ante el poder de los mercados.
R. Hay una frustración creciente en las democracias de todo el mundo, por cómo funcionan las constituciones y actúan los partidos políticos, y la razón, creo, es que los discursos públicos están vacíos de los grandes temas éticos. En la mayor parte de democracias no se está debatiendo sobre las grandes cuestiones como la justicia, la desigualdad o el papel de los mercados... Es porque tememos el desacuerdo y creemos que las soluciones de los mercados pueden proporcionarnos un modo neutral de solventar los conflictos y el resultado es la pérdida de confianza en las instituciones. Muchas democracias debaten hoy sobre temas técnicos, en lugar de grandes valores como la justicia o el bien común.*


Hay muchas cuestiones en la respuesta de Sandel. Si empezamos por el final, podemos decir que la conversión de la política en la resolución de problemas técnicos obedece al planteamiento previo de la política como una cuestión técnica y no moral. El avance en la complejidad de las situaciones globales ha llevado a un aumento de las instituciones que son ocupadas por una nueva casta, los políticos profesionales, que ha sustituido prácticamente a los funcionarios. La conversión de los políticos en casta técnica deja a las sociedades sin liderazgo, que es asumido precisamente por los mercados. La presentación por parte de los políticos de sus acciones como inevitables convierte la política en falsa mecánica celeste, en la que se trata de eliminar obstáculos para la verdadera fuerza que mueve el mundo: los mercados. En este sentido, solo existe una posibilidad de acción política: liberar de obstáculos su funcionamiento, garantizar la competencia, concepto que sustituye a otros propios de la política como "justicia" o "ética", que son redefinidos o desestimados para ajustarse al nuevo marco ideológico.

La ideología de los mercados no necesita de la política, la sustituye porque es una filosofía de la acción desglosada en dos niveles, uno real y otro metafórico: el individual y el colectivo. El segundo es solo el resultado acumulativo del primero, que tiende a la desigualdad como elemento esencial para su funcionamiento. Sobre ese nivel se establecen los mitos del emprendimiento; sobre el segundo, como simple derivación acumulativa del primero, el mito del dinamismo social y la igualdad de oportunidades, de la riqueza general, que es el contrapunto de la simple igualdad. De esta forma, la misión de la política inspirada en los mercados no es una sociedad igualitaria —que se muestra como injusta y antinatural— sino una sociedad de igualdad de oportunidades cuyo resultado es una creciente desigualdad justificada en esa igualdad original que solo es una mítica línea de partida en una carrera olvidada. Las desigualdades se acumulan y se acrecientan, como nos muestran todos los indicadores económicos año tras año, de Alemania a Bangla Desh. Es la consecuencia natural de la inacción política frente a los efectos de los mercados. 
La creciente preocupación teórica por la desigualdad es que deja al descubierto los mitos fundacionales de la sociedad, sean los que sean, y pervierte sus mecanismos cuyo objetivo final es la convivencia. ¿Es posible la convivencia en una sociedad profundamente desigual, más allá de la teoría del estímulo social, que se demuestra falsa? La función de lo político, precisamente, es evitar ese problema mediante la construcción de la convivencia. La pregunta se traslada entonces al origen mismo de lo político, que se ve pervertido por el efecto de la desigualdad, y de la representación política.
La profesionalización de la política tiene como consecuencia el descontento social porque deja de servir a la voluntad popular, como sería propio de una democracia, y pasa a ser percibida como un "cuerpo" al servicio de una entidad anónima, llamada "mercados". El político profesional pasa a ser un simple mediador, un rostro en el que se concreta la ilusión del cambio en la elección y la frustración en su desarrollo. La política se reivindica en su capacidad de transformar el mundo y se vacía en su incapacidad, ya asumida, para hacerlo.


Es falsa la idea de que los políticos son víctimas maniatadas de los mercados. Esa es la coartada profesional de los que ocupan sus puestos desde la maquinaria institucional. Con ello la política se ha desvirtuado en gran medida, da igual la retórica que se utilice en cada momento. El hecho real es que los mercados no son formas "neutrales" de hacer política porque ninguna forma lo es; solo son distracciones retóricas cuya finalidad es la justificación de la función subordinada de la política.


La violencia que se percibe en muchas partes del mundo es la constatación precisamente de este papel subordinado, cuyo ejemplo más claro tenemos en estos momentos en las calles de Ucrania en donde una evidente voluntad popular es negada en beneficio de una unión comercial con la Rusia de Putin. Los argumentos que doblegaron la resistencia armenia no han podido hacerlo con los ucranianos, que se han rebelado contra sus propios políticos, que se negaron a firmar otro acuerdo de adhesión, esta vez con la Unión Europea. Puede que los ucranianos se muevan por deseos políticos, pero los deseos de los políticos no lo son o lo son en ese otro sentido subordinado a una política económica que se revela en toda su crudeza en este caso extremo. Los ucranianos luchan, en última instancia, aunque ellos no lo sepan —esa es su miseria y grandeza— por pertenecer a un mercado u otro, a estar con unos o con la competencia. No es culpa suya, desde luego; no tienen más salidas.

Hemos convertido nuestras sociedades en mercados, efectivamente. No vivimos, competimos; no aprendemos, nos formamos. Toda nuestra vida se organiza y dirige no hacia la felicidad, el bien, la justicia, la belleza o cualquier otro concepto trasnochado, sino hacia la producción. Nuestros políticos hablan, ya sin disimulo, en esta jerga económico-laboral digna de la Metrópoli, de Fritz Lang, un universo sin más sentido que el trabajo y el beneficio, el primero al servicio del segundo.
El debate político ha desaparecido de la política porque los verdaderos políticos han desaparecido de la política. Reducidos a hábiles retóricos, sofistas profesionales, los políticos no usan ciertas palabras más que como adulación e ilusión de los que les escuchan, sin más compromiso que el de la justificación de la fatalidad que les obstaculizará en la consecución de lo prometido sin medida. Los más eficientes se limitarán a concretar sus "promesas" en cifras, en "objetivos" económicos alcanzables y costes asumibles.
Todo esto, esta ideología, efectivamente, no es neutral:

Muchos economistas creen que las reglas del mercado son neutrales, pero yo no lo creo. Cuando introducimos la lógica mercantil a conceptos como la ciudadanía, por ejemplo, cambia el significado y el valor de esa ciudadanía. Con un televisor, la compraventa no cambia su valor, es el mismo aparato. Pero, por ir a un extremo, no ocurre lo mismo con la amistad: si pudieras salir a la calle y comprar amigos, no funcionaría, porque el mismo hecho de comprar esa amistad cambiaría el significado de la relación. Si aceptamos que las personas puedan comprar la ciudadanía, el significado de lo que es la ciudadanía cambia. Por ejemplo, hay escuelas que incentivan a los alumnos a leer libros a cambio de cobrar dos dólares, en este caso por el hecho de mercantilizarlo, el valor de leer un libro cambia.*


Ese cambio es la perversión de cualquier tipo de relación, que queda reducida a parámetros de costes y beneficios en cualquier sentido que se le pueda encontrar, puesto que todo, absolutamente todo tiene que ser evaluado para demostrar su eficacia y rendimiento.
Señala Sandel que esos dos dólares por libro leído cambian el sentido de la lectura y lo pervierten al mercantilizarlo. Nosotros hemos hecho lo mismo, por ejemplo, en nuestras universidades al convertir cualquier actividad en créditos, una conferencia, un seminario, etc. Al igual que con el ejemplo del libro de Sandel, se establece una división entre lo rentable y lo que queda fuera de la regulación, en el amorfo e improductivo campo de aquello a lo que se han asignado créditos. La conferencia más interesante sin oferta de créditos claudica ante la más zafia que ofrezca uno solo. Vale lo que valen los créditos ofrecidos; dos actos que reciben el mismo número de créditos, son iguales. El estudiante y el profesor solo se movilizarán por esos créditos, certificados, etc. que pasa a ser lo rentable de la acción. Es el mercado de la enseñanza. Sí, efectivamente estamos en una "sociedad de mercado", cuyas formas y maneras se aprenden desde la guardería.

Al final no existen valores sino valoraciones. No es necesario creer en nada porque solo interesan las percepciones cuyo estudio nos permitirá realizar las siguientes acciones.  Y así sucesivamente, temporada tras temporada. No hay progreso, hay innovación. En este contexto, la política queda reducida a muy poco. Son, como a ellos mismos les gusta ser considerados, los "gestores", los que llevan los países como empresas o fábricas y a nosotros como "empleados", merecedores o no de los beneficios, si los hay. Son los artistas de la coartada, los maestros de la justificación. Los mercados les dejan el margen de demagogia necesario para que el sistema siga funcionando en todo aquello que no le afecte. Así es posible jugar al progresismo —como bien enseñó Blair y sus imitadores— lo cuando hace falta o al conservadurismo moral —como bien enseñó Reagan y sus seguidores—, manteniendo sin tocar el "resto" que es lo que la ideología de mercado ha hecho suyo, lo que ha reivindicado como territorio propio, pero siempre ampliable ya que es insaciable en su absorción de campos. Para fagocitarlos basta con convertirlos en evaluables, en susceptibles de beneficio.
La pregunta con la que se cierra la entrevista deja cierto sabor amargo:

P. ¿Por qué cree que el triunfalismo en el mercado ha tocado a su fin?
R. No lo creo, yo creí, como hizo mucha gente en 2008, que con la crisis tendríamos un nuevo debate sobre el papel de los mercados, pero no ha pasado y uno de mis objetivos es inspirar este.*

Quizá la ingenuidad inicial de Sandel fue no darse cuenta de que las crisis no son tales, sino oportunidades, como nos repiten constantemente; un simple cambio de unos por otros. El mercado no tiene apegos. La auténtica crisis no es la de los mercados —que van muy bien, siempre gana alguien— sino la de la política misma, carente de objetivos "reales" y llena de objetivos "realistas". En este sentido, España, desgraciadamente, es un observatorio privilegiado de esta decadencia generalizada de la llamada "clase política", carente de grandeza de miras y llena de miserias que nos salpican, ya sin sorpresas, cada día. No somos los únicos, desde luego. Es un mal generalizado y el descontento crece en todas partes. No es consuelo. A cada palo nos toca nuestra vela. Cambiamos de palo, pero la vela de la paciencia se va consumiendo.
Quizá el libro de Michael J. Sandel no debiera hablar de los "límites morales del mercado", porque no los tiene. Los límites son espacios de transformación de los exterior a sus propias condiciones. Habría sido quizá más adecuado hablar de los "límites morales de la política", ya que es ahí donde existe la responsabilidad colectiva de la elección, una vez que se ha decretado que lo que mueve a los mercados es el "interés", un eufemismo para el egoísmo. Al interés individual de los mercados, se contrapone el interés colectivo de lo político.
Se han invertido las funciones: hoy los políticos escuchan a los mercados y convencen a los pueblos. Debería ser al contrario, que escucharan a los pueblos y convencieran a los mercados. Pero es más difícil.
No, no son los mercados los que están en crisis. Somos nosotros.


* “La desigualdad creciente es un problema para la democracia” El País 8/12/2013 http://economia.elpais.com/economia/2013/12/08/actualidad/1386519746_632684.html






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