domingo, 15 de diciembre de 2013

La paradoja del vigilante

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
A planteamientos como "la paradoja del mentiroso" (Todos los cretenses son mentirosos, afirmaba Epiménides siendo él mismo cretense), "el dilema del prisionero" (¿qué hago: me calló o le cargo el mochuelo a otro y confieso antes que  él lo haga y consiga un buen trato?) se añade ahora una nueva: "la paradoja del vigilante".
Este nuevo problema lógico se puede formular de la siguiente manera: "¿qué hago si soy un vigilante privado y mi jefe está agrediendo a alguien o robando en el centro comercial donde estoy apatrullando?". Las cuestiones surgen como un torrente ante esta peliaguda cuestión que el gobierno nos propone con la nueva ley: ¿Puede despedirme mi jefe en el momento en el que voy a detenerle? ¿Pierdo la legitimidad al estar despedido? ¿Es despido improcedente? ¿Cuántos días me corresponden si le condenan? ¿Puede readmitirme desde la cárcel? ¿La detención se consideran relaciones laborales?
Creo que todas estas cuestiones no son baladíes desde el momento en que el vigilante no vigila por todos ni para todos sino para quien le paga, como prioridad esencial. Siempre que he visto un conflicto en cualquier espacio comercial con vigilantes, nunca me ha parecido que estuvieran defendiendo al ciudadano, sino defendiendo la mercancía o el espacio y he pensado, creo que fundadamente —sin hacerme otra ilusión—, que para eso era para lo que les pagaban, idea que seguro que ellos también tienen.

No hay que ser injustos y podemos pensar que en caso de que haya agresiones, robos o ataques a las personas que se encuentren en la zona que controlan, se pondrán de tu parte y llegarán con prontitud. Lo que no queda claro es su jerarquía y prioridades en caso de que se produzcan órdenes que no son las adecuadas o comportamientos que no se ajustan a lo que deberían, porque su responsabilidad acaba en las puertas del centro o espacio comercial y su obediencia debida es laboral, con sus jefes, que no tienen ningún compromiso más que con sus propias empresas y su finalidad. La relación es muy distinta a la que pueda tener un agente de policía, pongamos por caso, cuyas jerarquías y deberes están más claros y deberán responder cuando no los cumplen ante la línea de mando y demás instancias de control hasta llegar al ministro o consejero.
Sería ingenuo pensar que el abuso solo se puede producir en la vigilancia privada, sobre todo teniendo frescas en la retina las imágenes de la muerte de un ciudadano en Barcelona, que todavía nos ponen los pelos de punta. Por eso la extensión de funciones de unas personas que son contratadas por quienes les contratan y solo por ellas, para unas funciones específicas por las que son pagadas y solo para ellas, no parece que sea el mejor camino para garantizar la seguridad de todos.

El diario El País recogía hace unos días la polémica política que la nueva ley había creado al ser presentada:

La definición y regulación del trabajo de los vigilantes de seguridad provocó ayer una importante polémica política en el Congreso de los Diputados. La Comisión de Interior de la Cámara baja dio luz verde, con los votos de PP, CiU y PNV, a la Ley de Seguridad Privada, un proyecto que da amparo legal al patrullaje en espacios abiertos como “zonas comerciales peatonales” y, como consecuencia, permite realizar detenciones y registros en la vía pública ante flagrante delito. Esto es, si las empresas de una zona comercial de una ciudad solicitan un servicio de seguridad privada, los vigilantes podrían encargarse del control de esas áreas, aunque se añade que “en coordinación, cuando proceda, con las fuerzas y cuerpos de seguridad competentes”.
[...]
La ley, que será remitida al Senado para continuar su trámite parlamentario, permitirá a partir de ahora, negro sobre blanco, la “vigilancia en polígonos industriales y urbanizaciones y en sus vías de uso común”; “la vigilancia en zonas comerciales peatonales”; la “vigilancia en acontecimientos deportivos, culturales o cualquier otro evento de relevancia social que se desarrolle en vías o espacios públicos”; y la “vigilancia en espacios o vías públicas en supuestos distintos de los previstos en este artículo”.*

Lo del "flagrante delito" queda ridículo si lo que se pone a la seguridad privada es a patrullar, que es una medida preventiva. Se les da prerrogativas de la policía en determinadas zonas, que quedan, en cambio, distorsionadas porque su interés primordial es diferente. Y eso no va a cambiar: son vigilantes privados y sus prioridades son otras, aquellas para las que son contratados, es decir, las de los que les contratatan.


La cuestión de la "seguridad privada" es bastante compleja, además de por lo señalado, porque se cree ver en ella dos cosas: una ruptura del principio de la equidad —dar a todos el mismo nivel de seguridad—, que hace que unos tengan más que otros, pero sobre todo un asimetría producida por el hecho de que sean trabajadores con una doble servidumbre: servir a quien le paga y acatar sus órdenes y convertirlos en trabajadores al servicio de todos. Es evidente —y habremos contemplado todos algún caso— en el que han entrado en conflicto ambos principios: se han defendido los intereses del que contrata y paga, frente a los derechos del afectado. La policía, cuando interviene, lo hace ante una denuncia de cualquiera de las partes; la vigilancia jurada, en cambio, actúa a petición y en favor de una de las partes o, al menos, nunca contra quien les ha contratado. No son funcionarios; son personas contratadas para hacer algo, especificado en un contrato.
Cuando pienso en estas cosas no puedo dejar de recordar un caso que padecí en un aeropuerto cuando la compañía con la que intentaba viajar me dijo al llegar al mostrador, con toda la familia delante, que no había sitio en el vuelo, con un billete reservado meses antes. La primera táctica es alejarte de la fila y mandarte a un mostrador alejado para que "reclames". La reclamación la hice con dos vigilantes, uno a cada lado, listos para intervenir cuando alguien les dijera lo que tenían que hacer conmigo en el caso de que se lo indicaran. Debo decir que siempre tuve claro que aquellas personas no eran "policías" y que en aquel momento no estaban velando por la ley o la seguridad del aeropuerto, sino simplemente defendiendo los intereses de una compañía aérea cuyos privilegios contractuales le permiten dejar a la gente en tierra y no le gusta que se lo digan demasiado alto en el aeropuerto, ante otros clientes. Yo allí, desde luego, no sentí que nadie velara por mí o mis derechos. A ellos tampoco les preocupaba, aunque la procesión pudiera ir por dentro; no les pagaban por ello. Sí estaban, en cambio, preocupados por atender la orden de sus jefes en cualquier momento con total eficiencia. De no hacerlo, estarían en la calle.


La percepción de que la seguridad privada es privada es algo más que una percepción: es una obviedad. Por eso ampliar funciones no es lo más recomendable, sino por el contrario, regular mejor su funcionamiento para evitar que los derechos de unos sean defendidos desde la fuerza que da la seguridad privada frente a otros. Es, por decirlo así, un arma de doble filo, una "oficialización" de algo que no lo es, que es pagado por unos para su servicio (aunque este sea eficaz) y que no les hará demasiada gracia que se pueda convertir en algo que no recuperan a través del precio. Ellos pagan por un servicio a sus clientes y la ley les obliga a prestar otros a los que no lo son. Esto afecta a la propia seguridad de los mismos vigilantes, a los que se les pide que asuman funciones de seguridad que pueden entrañar riesgos para ellos mismos, ya que dependen a su vez de las condiciones laborales que le concedan los que les contratan en cuanto a efectivos, formación, dotación, etc. La seguridad pública, en cambio, está sujeta a mecanismos de control político para que su trabajo sea eficaz. Como algunos han señalado, esta ley parece una forma de justificar los recortes en seguridad mediante la ampliación de las funciones de los vigilantes privados en las calles.No parece el camino más adecuado ni para unos ni para otros, ni para los ciudadanos ni para los propios vigilantes. Por ejemplo, ¿se hace responsable el Estado de los desmanes o perjuicios que pudieran cometerse por la seguridad privada —como lo haría en el caso de las polícías— invocando la ampliación de las funciones? Es otra paradoja más.


Creo que hay cosas que se pueden privatizar mejor o peor, pero la seguridad, cuyo vínculo con la justicia y los derechos es evidente, no debería someterse a estas situaciones tensas, que llevábamos hasta el extremo de la paradoja y el absurdo. No lo son tanto; pueden darse en cualquier momento y, de hecho, se dan.
Los ciudadanos de a pie tenemos cada vez más la sensación de que los poderosos —los bancos y entidades financieras, las empresas, etc.— adquieren un nivel de impunidad en muchas de las cosas que hacen que luego padecemos o pagamos los demás.
Yo, sinceramente, si tengo un conflicto o incidente, preferiría la intervención de los cuerpos de seguridad destinados a esto, con unas responsabilidades más claras, a la intervención de personas que están sometidas a órdenes menos claras en sus prioridades. Nadie está excluido del abuso, la brutalidad o la injusticia de las acciones, como desgraciadamente vemos en ocasiones, pero los principios creo que son importantes. Las instituciones, funcionen mejor o peor, son de todos y a todos compete su reforma si es necesaria. Lo privado es de sus dueños y accionistas y así debe ser. Mezclarlo todo no es bueno.

No se debe dar más autoridad o competencias que la que a cada uno corresponde; ir más lejos es siempre un riesgo. Uno debe tener claro que su seguridad depende de algo más general, algo de todos.

* "Los vigilantes privados podrán patrullar en las calles y detener" El País 10/12/2013 http://politica.elpais.com/politica/2013/12/10/actualidad/1386676652_891966.html




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