martes, 8 de octubre de 2013

Primer día de clase

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Quizá la enseñanza sea una de esas profesiones más naturales que existen en todas las culturas, que cumplen una función necesaria para la comunidad, como es natural sanar el dolor. Aprender está en nuestra naturaleza y la enseñanza es la concreción en acto de esa necesidad. Enseñar es un acto profundamente humano: la transmisión de la experiencia a otros que han de continuarla. En la plaza central de mi Universidad, cerca de mi facultad, existe una estatua con un hombre caído que entrega a otro, a caballo, una antorcha desde el suelo. El hombre caído, rendido por el esfuerzo realizado, entrega el testigo luminoso al joven representado por ese jinete que se dispone a alejarse de él a toda velocidad. Esa estatua, por la que pasan día a día miles de jóvenes indiferentes a su mensaje representa el compromiso de transmisión del conocimiento, cuyo sentido hace mucho que abandonamos.
Este lunes —ayer, hoy, pues es de madrugada— comencé mis clases, el nuevo curso con los primeros alumnos sentados frente a mí, caras nuevas que escrutas en busca de signos de interés ante la explicación del programa, la descripción anticipada que les haces de las batallas que contarás en las clases futuras para ver si encuentras en sus ojos unas chispas de emoción por lo que llegará o si, por el contrario, han aterrizado allí procedentes de un planeta distante con el que es casi imposible la comunicación. Por más que se acumulen los años en las espaldas docentes, el primer día de clase es siempre emocionante.
Pero creo que hoy las lecciones me las han dado a mí, gracias a Dios. Han sido otros alumnos que me han hecho aprender y confirmar algunas. Son alumnos de doctorado a los que tratas de transmitir no solo el interés por la investigación en sus materias sino por las personas ya que algunos de ellos son o serán docentes.


Hemos desequilibrado demasiado las dos facetas del aprender —la investigación— y el enseñar —la docencia— arrastrados por los intereses de estas frías y calculadoras industrias educativas que hemos levantado entre todos, auténticos sepulcros asépticos de la alegría de la transmisión. La alegría de la educación es como el placer en las tareas reproductoras, una prima de atracción para que no se extingan las especies por aburrimiento. La curiosidad nos viene por vía natural, mientras que el aburrimiento, si no lo remediamos, nos llega por la cultura.

Una de mis doctorandas, mientras hablamos de nuestros trabajos en curso, me da lectura emocionada de los mensajes que sus alumnos le envían en esos momentos desde su país. Le dicen que se han enterado de que está en España y no van a tenerla este curso con ellos; que lo lamentan por un lado, pero que se alegran por ella por el por otro. Veo cómo se emociona y asisto a ese instante en el que el profesor descubre que significa algo para sus alumnos. Todos ellos, que se acaban de enterar de que han perdido a su profesora, se manifiestan en un sentido similar: la echarán mucho de menos y valoran su entusiasmo, que les hizo amar la lengua española en su país. Se lo dicen claramente: estábamos ahí por ti, por tu motivación, por tu dedicación. Podíamos haber elegido otras materias, pero elegimos la tuya por ti. Yo me siento también orgulloso de ella.
Estamos tan ciegos con la idea de la transmisión abstracta del conocimiento, con la frialdad de las "competencias" y los "objetivos", y las "subcompetencias" y los "subojetivos", que nos olvidamos del motor más poderoso de la enseñanza y el aprendizaje, como las dos caras de una misma moneda: el entusiasmo. La alegría de enseñar que se realimenta con la ilusión de aprender. Se enseña con ilusión cuando se ve la ilusión por aprender. Y se aprende con ilusión cuando se percibe la alegría de enseñar.
Cuando se recobra un poco del impacto, nos dedicamos a hablar sobre ese momento mágico, de la emoción que ha vivido. Es el descubrimiento del sentido de la enseñanza, la comprensión del lazo que ha establecido con las personas la respetan y también la quieren porque ven su esfuerzo, día tras día, por hacerles aprender, por vencer muchas veces su propia pereza con obstinación para que finalmente logren quedarse con aquello que les hará falta con formará parte de sus ideas y que muchas veces no valoran cuando reciben.


El gran drama de la educación es la apatía, la desidia en el aprendizaje y en la enseñanza; que al que enseña nada le importe y al que recibe nada le interese. Hablo de un interés profundo, de algo que logre despertar la curiosidad y plantearse nuevas preguntas en una inagotable cadena.
La contrapartida me llega casi simultáneamente como mensaje de otra doctoranda que se ha animado a hacer un segundo posgrado, esta vez en Arte, como complemento a la tesis que tenemos en marcha. En su primer día de clase se encuentra con que sus compañeros españoles no están de acuerdo con los planteamientos de una asignatura que les parece eso que aquí hemos dado en llamar "demasiado teórica". Me cuenta que algunos piensan que la asignatura tendría que ser más práctica. A ella, en cambio, la asignatura le ha gustado mucho. Me dice "A mí me gusta la manera de la enseñanza de este profesor! Es que antes de todo, tenemos que pensar. Pensar como un filosofo antes de proyectar, ¿no?". Y le digo que tiene razón, pero que no se preocupe por escuchar esa antipatía filosófica en boca de sus compañeros, que aproveche todo lo que pueda. Me dice que ha elegido ese máster para "mejorar o desarrollar su sentimiento de la vida" y variar los enfoques de su tesis. Son motivos loables, pero probablemente incomprensibles para sus compañeros. Será ella la que acabe consolando con sus preguntas la desesperación interior de su profesor, que ha cometido el tremendo pecado de intentar hacerles comprender que todo objeto surge de una idea.
¡Cuánto daño ha hecho esa incomprensión de lo que significan las "teorías", edificios del pensamiento! Pero hay demasiada vocación de albañil y poca de arquitecto. ¡Cuánto daño! ¡Cuánto daño ese pensar que la mano está guiada por las musas o los genes —o por tu jefe alemán— y no por la reflexión previa, que es la que marca las diferencias realmente! ¡Cuánto engaño tras esa idea de que se puede hacer sin pensar! ¡Cuánto encubrimiento de la vaciedad tras el oropel, cuánto suflé! ¡Cuánta "marca" sin huella!


Me llega de golpe algo olvidado, una carta —a la vuelta de un verano de hace muchos años, más de una década— de unos estudiantes de arquitectura de un país americano en la que, para mi sorpresa, me comentaban lo útil e inspirador que les había sido un artículo mío sobre un tema bastante abstracto para el desarrollo de un proyecto urbanístico. No logré encontrar cuál era la conexión, pero ellos sí, que era lo importante. Consiguieron traducir un artículo sobre el lenguaje al diseño de espacios en los que vivir. No sé cómo llegó hasta ellos aquel texto, pero quizá les fuera sugerido por un profesor sin temor a que se lo lanzaran a la cabeza.

Mis dos alumnas vienen de muy lejos, de mundos muy distintos entre sí, de sistemas educativos que, como el nuestro, han adquirido vicios propios de los que les ha librado este cambio de aires. Afortunadamente, el trabajo doctoral —pese a convertirlo en un burocratismo infame— tiene espacios de libertad en la forma de abordarlo y permite volver a humanizar lo que mecanizamos.
En una sociedad "desalmada", la educación corre el riesgo de convertirse —si no lo es ya— en una rutina mecánica por ambos extremos. Afortunadamente nada compensa más a un profesor que un buen alumno: la persona habitada por el parásito de la curiosidad. Nada hay más humano que la enseñanza porque es la base de nuestra sociabilidad inteligente; en la enseñanza, acto comunicativo, la idea se envuelve en emoción, relación humana. Sin ella, las personas quedan reducidas a expedientes y su progreso no es maduración, que es la modificación de nuestra forma de comprender el mundo y a nosotros mismos. Enseñamos para ser más eficaces, no para ser mejores personas. Sin embargo, son las mejores personas las que cambian el mundo redefiniendo sus actitudes y las de los demás con su implicación.
Yo, por mi parte, me siento satisfecho y orgulloso de mis alumnos, de que cuando son profesores sean queridos y valorados, de que cuando aprenden quieran cambiar sus mentes y su visión de la vida.
Me siento afortunado por haber aprendido de mis alumnos. Hoy, de nuevo, siento la alegría del primer día de clase.





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