viernes, 25 de octubre de 2013

El olvido y el artificio

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Dice Annie Leibovitz que la mejor fotografía es la que nos hace olvidarnos de que hay una cámara por medio, como si no hubiera nada entre la imagen y el sujeto*. Hay un arte que apunta hacia el dispositivo que lo elabora mientras que existe otro que aspira a la transparencia de la sencillez. Para unos los dispositivos son un camino que abre nuevas posibilidades, para otros son obstáculos cuya perfección radica en la invisibilidad. Son dos formas opuestas de concebir el arte en cualquiera de sus manifestaciones y definen a sus autores y, por supuesto, a sus públicos que mantienen juicios y aspiraciones distintas. Lo que para unos artistas es construcción, para otros es desnudez, dos formas diferentes de aspirar a la perfección, en algunos casos, y al éxito en otros.
Son dos posturas contrarias que surgen de las concepciones profundas que el artista pueda tener sobre la esencia de su arte y su función. Para unos, el arte actúa como tachadura de la Naturaleza, como un recubrimiento de lo dado en bruto, mientras que para otros la pureza se alcanza en la sencillez natural.

Obviamente, las ideas de "naturaleza" que sostienen ambos son idealizaciones, posturas culturales derivadas del entrecruzamiento de un "temperamento" con una "cultura", de donde surge ese "carácter estético" que nos define en cada caso. Hay artistas que aspiran a la inocencia edénica, al silencio o al vacío en el que todo está dicho, y otros que, por contra, aspiran a erigir la torre de Babel, a elevarla un piso más dentro del maremágnum de los lenguajes, a convertir la cacofonía del mundo en coro armónico.
Nuestro arte —premeditado, manipulado y mediático— ya no tiene demasiadas aspiraciones, solo la notoriedad alcanzada por las ventas. Contagiado por las fuerzas de los mercados, deja de tener metas propias desde la estética y busca un espacio entre la rutina y la sorpresa, las dos líneas que definen el campo de juego de un arte que se ha convertido en industria de consumo.
El diario ABC nos trae hoy la entrevista con el escrito colombiano Juan Gabriel Vásquez al que se le pregunta sobre su nueva novela, distintas a lo que se esperaba de él:

Desde mi punto de vista hay dos tipos de novelistas. Por un lado, los que encuentran una misma manera de hacer las cosas como puede ser Javier Marías. Por el otro, quienes intentan rebelarse contra el libro anterior y eso es lo que me pasa a mí. Las reputaciones rompe con El ruido de las cosas al caer, mi anterior novela, en formato, voz narrativa e intenciones. La anterior era una narración de la historia de un país. Esta es una narración íntima con una memoria personal y privada. Pero las obsesiones sí que son las mismas: el pasado, la memoria, la vida...**


Esta división de los artistas entre los que logran un mantenimiento de las formas en las que expresar sus obsesiones y aquellos que mantienen las obsesiones pero necesitan la variedad de las formas, nos da cuenta del drama del artista contemporáneo, que —en los dos casos— trabaja dentro de un campo limitado: el de sus obsesiones. El artista del primer caso se ha encerrado en sí mismo; el del segundo es esclavo de su necesidad de hacer lo contrario de lo que hizo. 
La puerta que realmente abrió el Romanticismo fue cómo conciliar la monotonía de las obsesiones con la necesidad de originalidad, concepto nuevo que no se habían planteado los neoclásicos, centrados en la idea de una autoridad exterior a ellos que debía ser imitada como marca de perfección.


El arte obsesionado es una invención contemporánea, de apenas un par de siglos, porque corre pareja con la de las obsesiones individuales, surgidas de la lucha por destacar en el mar de la mediocridad del que solo el genio —un interesante debate del siglo XVIII—, en cualquiera de los campos, nos puede sacar y redimir.

El cultivo de la excentricidad —literalmente entendida— en lo artístico y en lo personal ha sido una constante desde entonces. La modificación del papel del artista por la propia notoriedad alcanzada gracias a la ampliación de los públicos por la existencia de los medios de comunicación hizo que se desviara la atención hacia él y —desde él— se enjuiciara su obra. El arte se extendió, sí, pero también el artista interiorizó la mirada colectiva, que asumió como parte de su nueva estética: el artista lleva dentro a su público como un demonio más. Y lo lleva como idealización, pero también como angustia. La obra artística pasa a convertirse, dentro de este drama estético, en una estrecha celda en la que conviven el artistas y sus fantasmas, una extraña cuadrilla en la que el público se ha convertido en una obsesión más.
Formalismos y esteticismos tratarán de desprender la obra del artista para poder comprenderla por sí misma, sin caer en la tentación narcisista. La doctrina de la "torre de marfil" no fue otra cosa que el deseo del artista de defenderse de la obsesión del público convertido en referente de la creación. Más que del público mismo —al que necesitaba para vivir, huérfano ya del mecenazgo—, trataba de protegerse de su presencia en su interior convertido en nueva obsesión, una más con la que tratar. A diferencia de las otras obsesiones, que el romanticismo se empeñó en convertir en materia estética, la obsesión del público es malsana e improductiva estéticamente hablando, aunque sea la más productiva en un sistema de mercado. Su dominación absoluta sobre el resto de las obsesiones nos lleva al arte puramente comercial, sin trascendencia, en donde este término ya no tiene las connotaciones negativas que pudiera tener, por ejemplo, para Nietzsche —tenderos y mercachifles—, sino que entra en el reconocimiento social absoluto, con el público convertido en juez único a través de las ventas. Un juez, eso sí, dirigido y manipulado para aceptar lo que se le propone y a escandalizarse con lo que resulta rentable que así sea.


El gran fracaso de la crítica y, sobre todo, de la educación. es no haber sabido corregir esta tendencia y haberle puesto los certificados de calidad, embruteciendo cada vez más el gusto, el sentimiento que juzga, tal como lo definían los dieciochescos teóricos que tuvieron que enfrentarse por primera vez con que el arte ya no se enjuiciaba desde la "autoridad" basada en la tradición, sino desde un democrático horizontalismo populista que prescindía de la historia convirtiendo el presente en una extensión ilimitada que nunca se abandona.
No se trata de abogar, evidentemente, por inútiles "dictadores estéticos", como le gustaría a Bloom, por ejemplo, guardianes del canon, sino por una legión de vocacionales sepultureros que desentierren los cadáveres estéticos que poderosas máquinas entierran cada día en la fosa común del Arte en todos sus campos, sumiendo en el olvido, el monstruo devorador, lo valioso.


Si el artista —o quienes los seleccionan—solo se preocupa de su público y los críticos y educadores aceptan ese mismo principio, en vez de actuar como contrapeso, la función del arte se diluye. También el Arte —o especialmente él— necesita de la separación de poderes: artistas, público y críticos. Al igual que en los sistemas políticos, las intromisiones de unos en los campos de otros suele tener consecuencias corruptoras. Si la interiorización del público tuvo efectos sobre el artista, igualmente lo tiene sobre la crítica, que deja de ser un arte libre y creativo, como reclamaba Wilde —una forma de arte—, y pasa a ser dependencia claudicante, agente comercial del sistema. Tanto el Arte como la Crítica —que no es juzgado de guardia, sino reflexión sobre las condiciones del Arte y la obra— necesitan de la independencia y de la autonomía para ser eficaces en sentidos amplios y diferentes de la palabra en cada caso. El Arte necesita de esa independencia interior y exterior para ser eficaz en sus funciones profundas, más allá del entretenimiento o la decoración, y la Critica exactamente igual.


Puede que cada época se merezca el arte que produce, pero puede que el arte producido anteriormente no se merezca las épocas posteriores, las que lo entierran. La función de críticos y educadores hoy es la organización de paseos guiados por el cementerio de las buenas ideas, de las buenas obras, mientras tratan de competir infructuosamente con la bulliciosa música que llega desde la feria cercana.
Es interesante que Leibovitz —una fotógrafa barroca, escénica y conceptual— comente que una de sus mejores fotografías —es su propio criterio— sea una imagen de su madre, en la que pudo obviar la barreras entre el artista y su objeto:

Una de las mejores que he hecho es un retrato de mi madre, es mi foto favorita, porque no hay barrera en esa imagen. Es como si no hubiera cámara, se desvela todo. Pero eso no se puede hacer siempre. Es difícil llegar a ese nivel de fotografía, a ese poder; es raro.*


No es fácil, como dice, Annie Leibovtiz, olvidarse de la cámara y de las barreras cuando se hace una fotografía. Tampoco lo es para el público, que va a ver fotografías, valorar la que no parece serlo. Ese "desvelamiento", esa sencillez pocas veces se alcanza y no siempre se aprecia. La pureza en tiempos de artificio no suele  valorarse mucho. 


* "Annie Leivobitz y la fotografía, ese “chico malo”" El País 24/10/2013 http://cultura.elpais.com/cultura/2013/10/24/actualidad/1382648877_384804.html
** "Juan Gabriel Vásquez: "Las novelas son más inteligentes que sus autores"" ABC 24/10/2013 http://www.elcultural.es/noticias/BUENOS_DIAS/5486/Juan_Gabriel_Vasquez





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