miércoles, 18 de septiembre de 2013

Extravagancia y ego, con perdón

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Yo, que siempre he sido un aspirante a la normalidad, me veo rodeado por un mundo en el que todo se encamina a la extravagancia, a la excepcionalidad desbordante, y hacia algo que siempre se consideró de mal gusto: "llamar la atención". Lamento haber comenzado este escrito con la palabra "yo", pero no es por egocentrismo si no por soledad existencial, una soledad en el que la pregunta "¿hay alguien ahí?" rebota como un eco en un mundo del que ya solo me queda pensarlo como ilusión —o él o yo no somos reales—. Pido disculpas a los que —si existen— puedan sentirse ofendidos por mis dudas, pero es que la realidad no da más de sí. Me siento como un náufrago de chiste gráfico, de esos de isla chiquitita y un solo cocotero, que comenzara a dudar de la materialidad del cocotero y del suelo que pisa, que recogiera una botella del mar y —¡qué mala suerte!— descubriera en su interior el manuscrito del Discurso del Método y la duda que le entrara fuese si quemarlo para calentarse, hacerse una colcha con él uniendo sus páginas, comérselo con patas que el mar arrastra periódicamente a su pedrusco solitario, o finalmente pasarse el resto de su vida leyéndolo, agarrándose a la única formulación que le evita pensar en aquello que el resto de la naturaleza da por hecho, su existencia: "Leo ergo sum".


La extravagancia es el camino. ¡Qué gran verdad! Si la normalidad te convierte en una lenteja más en un paquete de un kilo, la extravagancia te convierte en la guinda de un pastel azucarado, rotulado "¡feliz ego!". Desde esa guinda encumbrada y llamativa, casi tocando el cielo, se contempla todo aquello que algún día no será tuyo, pero que te alienta a soñar.
Los psicólogos deberían estudiar este "complejo de guinda" junto a la larga lista que se ha ido acumulando en estos siglos mediáticos en los que hemos descubierto que la vida es una lucha por salir en la foto, variante cultural del darwinismo selectivo en la naturaleza. Hemos elaborado un sistema teológico complementario entre el ojo divino —la cámara que todo lo ve— y el exhibicionista que quiere ser siempre visto. Esta religión nos condena a la extravagancia, a sacar la lengua o a ponernos bizcos en las fotos de grupo para destacar o, como nos muestra hoy mismo la prensa, ponerle orejitas de conejo en la foto al Primer Ministro David Cameron cuando te recibe en su residencia oficial. para felicitarte por los títulos conseguidos


Quizá el jugador bromista planificó ese momento desde hace años. Durante temporadas y temporadas se dedicó en cuerpo y alma al brutal entrenamiento en uno de los deportes más duros, el rugby, para preparar ese instante por el que pasará a la gloria. Como si fuera un agente infiltrado durmiente, esperó el momento —la llamada de Karla— y se puso en marcha toda la operación. Eficacia, limpieza, un golpe certero. Un golpe de años de trabajo que en el que todo se jugaba a la posibilidad de que le tocara en la foto junto al primer ministro. El mundo es de los audaces.

Los laboristas —la oposición es igual en todas partes— pensarán que ha sido orquestado por Cameron para chupar cámara y se reunirán de urgencia para definir su estrategia, que oscilará entre la pregunta parlamentaria sobre la seguridad en el 10 de Downing Street y la posibilidad de que su líder entregue el primer premio de algo —un concurso local de rosbif, por ejemplo— e intentar entonces algo llamativo ante las cámaras. Los ultranacionalistas británicos, por su parte, pensarán que se ha insultado a lo que queda del imperio y que se empieza poniendo orejitas al Primer Ministro y se acaba devolviendo Gibraltar, para terror de los habitantes del peñazo.
En cualquier caso, le lloverán ofertas publicitarias en las que le pedirán que repita ese gesto ante personas que se parecen a famosos. Podrá fotografiarse, por ejemplo, con la doble de la Reina poniéndole orejitas para vender galletas, neumáticos o cualquier otra cosa que se beneficie del tirón mediático del acto, repetido por la prensa del globo.
El acto extravagante será imitado en audiencias papales, reuniones de ayatolas, G8 y G20, consejos de ministros, conversaciones de paz y un largo etcétera que hará que el acto pierda eficacia llamativa y se agote por saturación. Dejará de llamar la atención y pronto será sustituido por otro.


Unos alumnos chinos bienintencionados querían que saliera en un vídeo que estaban haciendo. "Tú famoso en China", me decían para animarme. ¿Pero para qué quiero ser yo famoso en China o en ninguna otra parte?, les decía. ¿Es que no hay ya bastantes famosos en el mundo, demasiadas guindas en el pastel? Soy donante de ego. La única forma de convertirme en famoso sería hacer alguna extravagancia delante de la cámara para llamar la atención y hay algo en mí que se rebela, probablemente fruto de represiones infantiles que nunca logré superar o algo así. Mis alumnos me echan la bronca cuando les cedo el paso: "En China profesor siempre primero". Pues yo no. Mi falta de ego institucional es también reprochable.
El drama que afecta por igual a personas y empresas, a países y tenderos, es la necesidad de llamar la atención, llegar a ser la guinda del pastel entre tanto cremoso batido. En el mundo antiguo, las miradas se dirigían a los lugares de privilegio, que ya estaban ocupados por divinidades y reyes, altares y tronos. Cualquier intento de llamar a atención se consideraba una práctica peligrosa.



Hoy si no llamas la atención no eres nadie y se queda en nada tu causa. Hay gente que se quema a lo bonzo por llamar la atención, mientras que en el mundo antiguo te mandaban a la hoguera por lo contrario, para acabar con tus pretensiones de llamarla. Una causa ya no es mejor o peor, sino más llamativa o menos en función de los famosos que se logra que presten su imagen. Mendigamos miradas porque sin ellas no somos nada. ¡Qué equivocado estabas, Sartre! El mundo es un plató y la vida un casting.

¡Saluda!








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