miércoles, 19 de junio de 2013

El Brasil indignado o el mundo ya no es una pelota

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Germán Aranda* explica en siete puntos, en su artículo en El Mundo, el despertar de la indignación en Brasil. Para él son siete los detonantes: el aumento del precio del transporte, la elevada inflación, los mega eventos (en lugar de inversión en servicios públicos), olvido de los compromisos políticos de los dirigentes, corrupción, brutalidad policial y la combinación de la consolidación de una clase media combinada con el acceso a las redes sociales.
No le falta razón, pero creo que es interesante establecer algún tipo de conexión entre todas estas circunstancia ya que, lejos de estar en el mismo nivel, unas son consecuencia de otras. Los hechos forman parte de cadenas, de secuencias, y son reflejo de ciertas acciones u omisiones que derivan en las situaciones finales, las que se manifiestan ante nosotros como estallidos.


Brasil es un ejemplo de cómo un desarrollo sin asentamiento está destinado a volverse crítico en cualquier momento. La tentación brasileña, como ha ocurrido en cierta medida con la española, está en crecer de una forma irregular, asentándose en sectores que no solucionan los problemas reales, sino que concentran la riqueza en unos pocos y cargan el peso sobre la mayoría, que lo padece. Ayer nos daban la noticia de que en España, en medio de esta crisis galopante, ha aumentado el número de "ricos". Es una constante en muchos países y debería dar para reflexionar.

Lo que parecía que iba a ser la consagración y despegue de Brasil, la celebración de la Copa del Mundo, puede convertirse en el detonante de una crisis social que en realidad apenas se ha resuelto con su crecimiento emergente.
Los puntos señalados por Aranda en su artículos forman un tejido de acciones y consecuencias de esas acciones, de direcciones, muy revelador. Si tuviéramos que construir una secuencia con ellos, ordenarlos como parte de una historia, lo haríamos de forma distinta en busca del sentido. Nuestro orden narrativo sería el siguiente: el olvido de los compromisos políticos, de los principios, lleva a producir un estado de corrupción que hace que se opte preferentemente por un tipo de desarrollo que se concreta en los grandes eventos que llevan a una elevación de la inflación —una de cuyas manifestaciones es la subida del transporte— que la padece es población empobreciéndose; la articulación de una sociedad, que tiene acceso a las redes sociales, hace que ese descontento se organice frente a los discursos oficiales y acaba desembocando en las protestas frente a las que se reacciona con la brutalidad policial, contundencia que tiene que asegurar la celebración de los eventos, que se vuelven en contra de sus organizadores en términos de opinión pública e imagen exterior.


Los países emergentes lo son porque, ya sea por trabajo o por materias primas (o por ambas cosas), son atractivos para el capital exterior. Grandes cantidades de capital se invierte en ellos para la extracción de materias o para convertirlos en fábricas baratas de lo que después se vende en los países en los que resulta cara la producción. Eso lleva a una especialización del mundo impuesta por los flujos del capital. Eres lo que los otros necesitan; hacia allí se dirige tu desarrollo por la inversión. Si te mandan hacia el turismo, te vuelves un país turístico; si te convierten en fábrica, serás fábrica; si te convierten en mina o yacimiento, lo serás igualmente hasta que se agoten tus materias. Ese dinero que llega provoca la llamada "enfermedad holandesa", que tiene consecuencias de inflación  y de especialización en detrimento de un desarrollo armónico de los países afectados. La única forma de evitarlo es ser cuidadoso y desarrollar política activas de reinversión contracorriente en sectores que eviten esa deriva. Es una acción política.

Esas grandes entradas de capital tienen también un efecto que los economistas encuentran difícil de medir, aunque lo puedan estimar: la corrupción. Esas cantidades grandes de dinero que llegan a estos países acaban socavando las instituciones públicas, corrompiendo a los políticos y modelando una sociedad injusta, en la que aumentan los muy ricos y, por otro lado, cada vez hay más sectores afectados por las bolsas de pobreza que quedan marginadas del proceso, pero afectadas por sus resultados. Mucho del dinero que entra, sale por la puerta falsa, y no se traduce en beneficios para el país. Las desigualdades se acrecientan.
El encarecimiento de la vida, la inflación creciente, que se come el beneficio que puedan tener proviene precisamente de esa falta de armonía en el crecimiento y de la proliferación del negocio de los intermediarios especuladores, que florece en estas circunstancias ante la falta de atención a otros sectores. Afecta —de eso se quejan también los brasileños— a los productos básicos de la cesta de la compra, al mercado, algo a lo que son sensibles aquellos que tiene dificultad para la vida del día a día. Brasil tiene ahora una inflación del 6,5% que combinada con el parón de la producción mundial hace que aquellos a los que se les reducen los sueldos o lo pierden difícilmente puedan soportar un aumento de los precios básicos de este calibre. Precios en aumento, salarios a la baja.


Ese es el fondo con el que se encuentra Brasil. Las bolsas de pobreza no se reducen o lo hacen a un ritmo inferior al que debieran, mientras que aumenta el número de beneficiarios insolidarios, que se enriquecen pero no contribuyen. La corrupción es una constante que lleva a la dimisión, uno tras otro, de los ministros del gobierno del Partido de los Trabajadores nombrados por la Presidenta, la ex guerrillera Dilma Rousseff. Por ahora, nadie duda de que Dilma Rousseff hace dimitir a sus ministros por los casos de corrupción, pero tampoco se puede dudar que tiene mal ojo para elegir o que no hay ya dónde elegir políticos honestos. Es el "efecto llamada" de la corrupción, de la ganancia ilícita al hilo de la connivencia entre empresarios y políticos.

La política de "eventos" es una de las más peligrosas social y económicamente. Ha sido uno de los detonantes del estallido social. El crecimiento se basa en este tipo de macro acontecimientos que supone un gran desvío de inversiones a los sectores relacionados en detrimento de otros. En todos los países en los que se organizan, se produce el mismo efecto: encarecimiento. Michel Platini llamó sin tapujos "bandidos" a los hoteleros ucranianos que subieron de forma desproporcionada el precio de los alojamientos y demás servicios para la Eurocopa de 2012; la inflación también subió en la otra sede, Polonia. Allí donde se organiza un evento de esta categoría, los precios se disparan para intentar aprovechar la llegada de visitantes en un periodo breve; aumenta la demanda y se encarecen muchos productos. La especulación acaba logrando sus beneficios. Los gastos, en cambio, no se paran cuando el evento termina. Quedan las facturas que se han de pagar por décadas y cuyo saldo final, pasadas las euforias, siempre es negativo y toca a los ciudadanos.


El evento acaba causando descontento social, indignación. Si las desigualdades se acrecientan, se ve como un despilfarro. Las promesas de que van a traer prosperidad dejan de ser creíbles. El beneficio no se reparte; el gasto sí.
Ante estas perspectivas, el gobierno de Dilma Rousseff  encaró la situación de la peor maneta posible: ocultando la pobreza para que no se viera durante unas celebraciones en las que a los países solo les gusta mostrar, como se suele decir, "su mejor cara", la imagen positiva, la que le gusta al visitante. Hace tiempo que se ha ido gestando la irritación social por las intervenciones policiales o arrasado de zonas pobres de cara a la Copa del Mundo. Los brasileños perciben que es solo una operación de imagen ante el exterior. Y eso es irritante.


La protesta llega, finalmente, a la violencia que desencadena más violencia represora. Conforme se acerque el macro evento, la tensión aumentará y con ella el descontento general. Se celebrará y puede que sea un éxito; el problema es en qué términos medirlo. En muchos sentidos, ya es un fracaso. Sus secuelas quedarán.
Brasil es un país que ama el fútbol, una parte esencial de su imaginario social. El hecho de que puedan manifestarse contra una Copa del Mundo es señal inequívoca de que no es el camino que desean. El mundo, para ellos, ya no es una pelota o un carnal. Piden más. No es el único país donde esto ocurre. El aumento de la información en un mundo interconectado hace despertar antes las conciencias, comparar situaciones anteriores, sacar consecuencias y, finalmente, organizar los movimientos ciudadanos de protesta. Los ciclos de respuesta son mucho más cortos y contundentes.


El mundo ya no es lo que era; ni siquiera se parece a una pelota. Y muchos no se han dado cuenta. El crecimiento especulativo no es verdadero desarrollo y la gente reclama otras políticas que piensen más en las personas y en su estabilidad, en el bien general. Es un concepto viejo y para algunos obsoleto, pero en el que siguen creyendo muchos otros, un valor en alza.

* "Claves del despertar 'indignado' brasileño" El Mundo 19/06/2013 http://www.elmundo.es/america/2013/06/19/brasil/1371592837.html







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