sábado, 29 de diciembre de 2012

Plácido ante el peligro

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Hace un par de días que disfruté de nuevo viendo la célebre película de Gary Cooper, Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann 1952) y ayer no me la podía quitar de la cabeza mientras veía la magistral Plácido (1961), de Luis García Berlanga, la película navideña menos apropiada para esta época del año, un fuerte correctivo.
Quizá fuera porque ambas son películas que transcurren casi en tiempo real, con el reloj en la mano, en pueblos que los protagonistas recorren sin cesar de un lado a otro intentando encontrar la ayuda que les es negada; quizá también porque ambos lucen una estrella: Cooper, la de sheriff, y Plácido la navideña que lleva instalada en lo alto del motocarro con el que va de un lugar a otro. Son dos héroes atípicos en tiempos revueltos. Ambas son historias crueles sobre la falta de caridad, algo que nos confirma el villancico final de Plácido: "en este mundo no hay caridad / ni la ha habido antes, ni nunca la habrá".


Volver a ver Plácido en estos tiempos de desahucios, impagos, comedores sociales, bancos de alimento y paro es un ejercicio de indignación controlada por el humor corrosivo que atesora. No, aquel mundo no es "del todo" el nuestro. No debemos ser injustos ni masoquistas. Hemos "mejorado" materialmente. Pero tampoco debemos consolarnos demasiado porque el arte revela los tiempos, sí, pero también lo intemporal: la injusticia y la hipocresía, la falta de caridad, el uso de los demás y el egoísmo infinito. Eso sigue. Un pesimista nos dirá que el ser humano no cambia; un optimista, que ahora lo vemos en color.


Entre Will Kane (Gary Cooper) y Plácido (Cassen) hay muchos puntos en común, salvando las distancias geográficas y los géneros, claro. Ambos son héroes extraños, enfrentados al mundo que les rodea, que les da la espalda después de utilizarlos y explotarlos. Si Kane lucha contra el reloj, omnipresente en la película de Zinnemann, Plácido luchará también contra el tiempo para llegar al notario "antes de la caída del sol", según la fórmula usada, después de haber haberse frustrado el pago de la primera letra del motocarro en el banco al mediodía.

Decía el propio Zinnemann que él quiso hacer un "anti western", sin nubes en el cielo, sin persecuciones a caballo —el sheriff se pasa toda la película caminando—, sin peleas —¡Kane solo se pelea con su propio ayudante!— y con un solo tiroteo al final; con un plano casi fijo de los raíles del ferrocarril, el lugar por donde el mal debe llegar a las doce, si es puntual.  A Plácido, por su parte, lo que le llega —con retraso— por los raíles es otra forma del "mal", la cabalgata de artistas que vienen de Madrid, con coristas presentadas como divas en esa pequeña ciudad de provincias, que serán subastadas como compañía para la cena de navidad; a unos les tocara un "pobre" con el que ganarse el buen nombre; a otros, los de pago, una "artista" con la que presumir. Nadie se ganará el cielo. Plácido, diríamos hoy, es un "western urbano", un "mazapán western" navideño a la española, negro, quevedesco.
Si se dice que Solo ante el peligro nos habla en clave de la "caza de brujas", en Plácido —sin tapujos— son las brujas, auténtico aquelarre, las que salen a cazar pobres que sentar en su mesa navideña. Mucho pavo y poco espíritu. Mucha miseria, moral y de la otra tanbién. Lo único positivo —casi positivista— es que Plácido ha conseguido pagar finalmente la primera letra del motocarro con el que se supone que se ganara la vida. La vida es ir pagando letras, llegar a tiempo al banco, que no las envíen al notario. ¡Quién sabe si llegará a presidente de la Patronal española!


Si tras ver Solo ante el peligro se llega a la conclusión de que la gente es cobarde y que lo mejor que debe hacer el héroe es perderles de vista, en Plácido sacamos la conclusión que se es héroe por pura supervivencia —es el toque de la picaresca, nuestro género auténtico, que todo lo tiñe—, que nadie es mejor que los demás y que cada uno va a lo suyo. La "heroicidad" no es más que una categoría narrativa, un énfasis en la focalización del personaje en un universo oscuro. Plácido, en fin, se llama "plácido" como Cándido se llamaba "cándido", por ironías de la vida, porque te escriben el destino entre unos y otros, y en el nombre va tu futuro. No eres Beowulf; solo tratas de sobrevivir.
Sigue sorprendiendo Plácido porque es difícil, en clave de comedia, resistirse al tópico heroísmo redentor en un mundo mezquino que se inventa sus héroes de cartón piedra para poder venderlos después en camisetas. Pero García Berlanga lo hizo, se resistió a dejar una luz más allá de la estrella que deambula por la ciudad insensible. Las Navidades de Plácido son un imposible tiempo de redención, un  ejercicio de hipocresía social en toda regla. ¿Cómo es posible tanta miseria moral? Victor Hugo se quedó corto.

¡Qué bello es vivir! (Frank Capra 1942)
Si hay gente que se repone todas las Navidades "¡Qué bello es vivir!" (It's a wonderful life!, Frank Capra 1942), a pocos se les ocurrirá imponerse Plácido como ritual, quizá porque hay que darse un respiro de vez en cuando y no olvidarse de que existen muchas cosas buenas en la vida, muchas de ellas por hacer. Placido es un gran correctivo moral sobre las falsas apariencias de la felicidad, la bondad y la solidaridad humana. Es volterianismo puro. ¡Gracias a Dios, siempre existirán los programas dobles!

Como western hispano, Plácido recorre el pueblo a lomos de su motocarro, solo ante el peligro, solicitando una ayuda que nadie le presta antes de que el sol se ponga. No hay ya una balada heroica cantada por Tex Ritter; solo ese "Romance del Niño perdido":


- Madre, en la puerta hay un niño
más hermoso que el sol bello,
y dice que tiene frío,
mas, sin duda, es que está en cueros.

- Pues dile que entre
y se calentará,
porque en este pueblo
ya no hay caridad,

ni nunca la ha habido
ni nunca la habrá.

Nos gustaría que Plácido, como Will Kane, arrojara la estrella al suelo, montara a su familia en el motocarro y se fuera a un pueblo mejor que mereciera sus servicios de transportista. Pero el genio de García Berlanga, su pesimismo crónico, hace que Plácido se quede allí, en aquellas calles oscuras y frías, intentando sobrevivir entre la fauna local. No hay final del mundo, solo final de mes. Es tiempo ya de pensar en cómo pagar la segunda letra, no la lleven protestada al notario otra vez.
Y la vida sigue, letra tras letra.





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