domingo, 21 de octubre de 2012

Las palabras cercadas de silencio de Yang Huanyi (relato)

Joaquín Mª Aguirre 
Dicen que, cuando muera, se irán conmigo los últimos restos de mi lengua. ¡Qué equivocados están! Hace mucho tiempo que murieron mis palabras. ¿De qué sirve una lengua, si no tienes con quién hablarla? Ya solo escribo para mí misma; mis palabras no llegan a ninguna de las viejas amigas con las que compartía mis sentimientos, consejos y secretos. Ellas ya no están y las que llegaron ya no necesitan tener su propia lengua.
¡Con qué placer se deslizaba mi pincel sobre las telas! Cada signo era una pequeña victoria sobre tantos cercos, sobre tantas barreras que se habían levantado a nuestro alrededor. ¡Cosas de mujeres, decía mi padre! Nuestra frente casi rozaba el suelo mientras él inspeccionaba nuestras labores. Contemplaba nuestros hermosos escritos con la seguridad de que ningún hombre tendría acceso a las palabras que intercambiábamos. “¡Qué puede decir la nada que pueda interesar a un hombre! La belleza de la idea es como el viento que lleva el trazo, nos decía, y, vosotras, ¿qué ideas podéis tener? Vuestros trazos son bellos, pero no pasan de ser formas armoniosas sin sentido; no son más que el reflejo de vosotras mismas, belleza vacía.” Pero nosotras hemos sabido rellenar esas líneas con aquello que anida en el fondo de nuestro corazón.
Nuestra madre nos transmitió esta sabiduría, como su madre lo había hecho antes con ella. Con discreción, aprendimos la belleza de estos signos, tan parecidos a los signos prohibidos de ellos, pero ¡tan distintos! La mano que mueve el pincel se guía con los impulsos que salen del corazón. Lo que nuestra boca calla, la luz que nuestros ojos no reflejan, se condensa en el suave deslizarse del pincel.
Durante años nos hemos escrito unas a otras; hemos intercambiado mensajes en los que nos contábamos nuestra suerte, tan parecida, porque a sus ojos nada se parece más a una mujer que otra mujer. Unidas por nuestra condición, somos como sombras que se deslizan silenciosas por sus vidas; seres muertos que aguardan la llegada de una orden o un deseo –¿hay diferencia?– para iniciar un discreto movimiento.
Pero cuando llega la noche, las sombras se disuelven en la negrura que todo lo envuelve y adquieren la libertad de soñar. Nuestra oscuridad se transmite a la tinta y en esos signos volcamos lo que el silencio nos quita con su garra afilada.
De vez en cuando, miran recelosos nuestros escritos, indescifrables para ellos. Están tan seguros de sí mismos que no les cabe en la cabeza que pudiéramos estar unidas en una gigantesca conspiración, que nuestros escritos contuvieran los preparativos para una sublevación general. Nos miran con gesto adusto, y nosotras les devolvemos la artificialidad de nuestros movimientos programados durante milenios para su tranquilidad. Quizá les gustaría ver en nosotras algún ligero gesto revelador de lo que nuestro caparazón esconde, pero ellos son los responsables de que esa concha exista. ¡Si supieran que solo nos contamos nuestras desgracias! ¡Que nos limitamos a transmitirnos los consejos que nos permiten hacer de nuestra vida algo más llevadero!
Vivimos con el ritmo de la luna y de las estaciones, fijas en el firmamento, imperturbables ante lo que acontece en un universo que se nos ha negado, volcadas hacia adentro, amasando nuestra desgracia milenaria, desde que el mundo fue creado, como un pan que servimos en la comida de cada día. Cuando reparto el pan, siento que resquebrajo la sustancia con la que se forma el dolor, materializado, amasado, cocido y partido para ser devorado por todos con una sonrisa en los labios.


Ya no puedo escribir los consejos que recibí. Nadie los entendería. El viejo saber ha sido olvidado y hemos perdido el placer secreto de contar nuestras desgracias y los remedios que actúan como bálsamos. Pero las heridas no se han cerrado; siguen reabriéndose y son cubiertas con una fina capa de polvo de arroz para hacer creer que de sol a sol, día tras día, nada cambia. Casi centenaria, próxima la hora de mi muerte, descubro el único placer del que he gozado realmente, el único auténticamente mío, auténticamente nuestro, el de poder contar, el de poder dar hermosa forma a mi desgracia. Porque al placer de dar forma, se añadía el de saber que, escribiera lo que escribiera, estaba reflejando un dolor hermano, que lo que yo sentía era acogido en la balsámica forma que habíamos creado entre nosotras, nuestra lengua del silencio, nuestra lengua del dolor.
Hubo un tiempo en el que llegué a creer que todas éramos la misma mano dibujando los trazos sobre la tela. Las noticias que me llegaban del otro extremo del país eran tan similares a las que yo enviaba que pensé que mis propias cartas me eran devueltas. Pero las ligeras variantes del dolor que nos envuelve deshacía la ilusión. No, ellas estaban allí, al otro lado, esparcidas por todos los lugares, tomando sus pinceles al caer el manto de la noche, bajo las estrellas que nos miran con frialdad e indiferencia. Os quiero, hermanas; os quiero como me quiero a mí misma, porque somos la misma carne doliente que guía el pincel, un coro doloroso que gesticula en silencio.
No soy la última, pero soy la última que puede decirlo así, en nuestra propia lengua, la que todas comprendíamos y solo nosotras. Pero mi mano seguirá activa hasta el momento en que me reúna con todas vosotras, mis hermanas, disuelta en las ondas que rompen la quietud del estanque.

(c) Joaquín Mª Aguirre 2006/2012. Este relato forma parte de la obra 14 cuentos náufragos. Col. Singulares. Ed. Literaturas Com Libros, Madrid, 2006, 

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