jueves, 23 de agosto de 2012

Bolívar en Sicilia (relato)

 Joaquín Mª Aguirre Romero*

A la niña que lo vivió y me lo contó

            Los pueblos aman la libertad. Por eso fuimos hasta la localidad de Noto, en la provincia siciliana de Siracusa; porque ese amor por la libertad es capaz de unirlos, salvando las mayores distancias geográficas, de continente a continente. A nadie le pareció extraño entonces que en aquel pueblo siciliano se les hubiera ocurrido erigir una estatua ecuestre a nuestro libertador, Simón Bolívar, y dar su nombre a una plaza.
            Mis abuelos pensaron que era un buen momento para que su nieta conociera Europa. Cuando me dijeron la palabra Italia, mi corazón dio un vuelco. ¡Italia! Mis compañeras del colegio se morían de envidia. ¡Yo... a Italia! Se lo dije sin darle demasiada importancia, con toda la naturalidad del mundo, como si ir a Italia fuera algo que estuviera anotado en mi agenda de ocupaciones del curso. Me encantó sentir sus miradas envidiosas mientras me dirigía hacia el coche que me esperaba a la salida. Creo que fue la única vez, en todos mis años de estancia en el colegio, que no me importó que hablaran de mí a mis espaldas.
            –La niña se viene a Italia –le dijo mi abuela a mi madre–. Serán dos semanas.


            Mi madre no contestó nada y su silencio, como siempre, se entendió como una aceptación. Mi abuelo me cogió de la mano y me sacó a la terraza para que viéramos juntos la caída del sol sobre Caracas. Me subió a la barandilla y me sentó tomándome por la cintura. Las nubes rodaban por las laderas dejando visibles los picos. El sol fue ocultándose tras las montañas que guardan la ciudad tiñéndola de rojo y haciendo visible su humedad, convertida en densa neblina gris. Mi abuelo y yo jugábamos a contar las torres de los edificios, que parecían haber germinado como semillas caídas del cielo sobre la ciudad. Esta vez mi madre no nos acompañó en aquella ritual operación de señalar los inmensos bloques que conferían a Caracas el aspecto de una tarta de cumpleaños  repleta de velas.


            Volamos hasta París. Mi abuela aprovechó la estancia para visitar sus tiendas favoritas y nuestro equipaje casi se duplicó en el vuelo hacia Italia. Siempre consideré mágicos los armarios de sus habitaciones en la mansión. Cada vez que la visitaba, me parecía que era imposible que cupiesen más cosas y, sin embargo, antes de que me regañaran por abrirlos, siempre descubría, tras aquellas puertas espejadas, nuevos trajes, abrigos y zapatos, ropas para otros climas que me sorprendían por sus texturas. ¡Qué distintas su habitaciones! La del abuelo, llena de viejos libros, con su telescopio junto a la ventana; la de la abuela, presidida por una gran cama de bronce, adoselada, repleta de almohadones dorados, rodeada de aquellas puertas de espejos. Entre todo aquel lujo, me llamaba la atención una vieja flor de terciopelo en una pequeña botella de porcelana blanca decorada con unas pálidas escenas bucólicas. Aquella vasija siempre estuvo sobre el peinador de mi abuela.
            –No vale nada –me dijo un día en que me descubrió observándola–. Es una baratija. Sal; tengo que arreglarme el pelo.


            El vuelo hasta Palermo fue bastante penoso. El avión en el que debíamos viajar llegó con retraso y mi abuelo me llevó a recorrer el aeropuerto. Mi abuela se quedó en la sala de viajeros ilustres, como le gustaba decir a mi abuelo, tomando un cocktail sin decir palabra.
            –Mira, viajaremos en un avión como ese.
            Mi abuela se colocó unos anteojos de tela y durmió todo el vuelo. Mi abuelo consultó la prensa francesa e italiana, mientras yo miraba las formas de las nubes y, entre los huecos que dejaban, un mar plateado muy distinto al caribeño al que estaba acostumbrada.
            –Aquí hablan de nosotros –dijo mi abuelo, señalándome una página del periódico–. “Autoridades venezolanas asistirán a inauguración de estatua y plaza de Bolívar en Noto.” ¿Ves? Esto es Noto.
            La fotografía mostraba una vista aérea del pueblo.
            –Parece que le hubieran pasado un rastrillo.
            –Sí –dijo riéndose–. Fue destruido por un terremoto y se reconstruyó con esas calles rectas y paralelas. Otros pueblos italianos son bastante caóticos, pero este, fíjate, parece hecho con tiralíneas.
            Aterrizamos en Palermo y desde allí tendríamos que recorrer todo el norte de Sicilia en auto. Noto estaba justo en el otro extremo de la isla y pasaríamos esa noche en la capital. Nos estaban esperando en el aeropuerto Falcone–Borsellino para llevarnos al alojamiento, un hotel cerca de los jardines Garibaldi.


La embajada había facilitado el historial de mi abuelo y unas veces se referían a él como “señor embajador” y otras como “señor rector”. Él respondía en italiano o francés, según se le dirigieran. Todo el mundo era muy amable con nosotros y mostraban sus deseos de que tuviéramos una feliz estancia.
–¡Venezuela y Sicilia! –decían haciendo el gesto de juntar los índices de ambas manos–. ¡Hermanos, hermanos! ¡Viva la libertad!
–Sí –decía mi abuelo–. Venezuela e Italia, hermanos.
–¡Sicilia, Sicilia! –le contestaban sonriendo– ¡Hermanos! ¡Viva Bolívar! ¡Viva Garibaldi!
–Espero que no nos tengan preparado ningún festejo –dijo mi abuela–. Me encuentro cansada.
–¿Quieres salir a dar un paseo por la ciudad?
–¡Claro! –contesté–. Quiero estirar las piernas después de tanto avión.
–En cuanto que baje un poco el calor –dijo mi abuelo–, saldremos a dar un paseo para ver Palermo.
Vimos juntos, como en Caracas, la puesta de sol desde la ventana del hotel. La luminosidad plata del Mediterráneo era totalmente distinta a la de mi mar caribeño, pero igualmente maravillosa.
–Es otra luz –dijo mi abuelo–. El mismo sol, pero otra luz, otro mar.
–Sí, aquí todo es distinto.
–Bueno, ¿monumentos o helados?
–¡Helados!
            –Pues salgamos rápido, que mañana vienen temprano a por nosotros.
            El coche oficial estaba ya esperando en la puerta del hotel cuando salimos. Mi abuela había dejado parte del equipaje para recogerlo a la vuelta. Llevaba, decía, lo estrictamente necesario: cuatro maletas, dos bolsas de mano y una gran sombrerera.
            El viaje era largo y pudimos recorrer la costa norte siciliana hasta que el coche se dirigió al interior de la isla, en dirección a Noto.
            –¿Sabes que Arquímedes nació, en esta región, en Siracusa, cerca de donde vamos?
            –¿Arquímedes..., aquel que hicimos el experimento?
            –Sí.



            A mi abuelo le gustaba preguntarme por las asignaturas de ciencias. Cuando le contaba lo que nos estaban explicando,  reproducía los experimentos para demostrarme las teorías. Tenía una habilidad especial para explicar las cosas complicadas y hacerlas sencillas.
            –Un tío listo Arquímedes...
            –¿Abuelo..., para qué vamos a Noto?
            –Van a poner una estatua del Libertador en una plaza con su nombre.
            –¿En Noto? ¿Por qué, si no es de aquí?
            –Supongo que porque les gusta la libertad, como a nosotros. Italia está llena de plazas Simón Bolívar. Hubo un tiempo en el que los italianos se sentían tan perdidos y dominados como los americanos.
            –¿Estuvo en Italia?
            –Sí. Hizo un recorrido siguiendo la senda de Rousseau, de Goethe, de Byron, un viaje a Italia, algo que le gustaba hacer entonces a los jóvenes inquietos de la época. Realizó el camino a pie. En Roma juró liberarnos a todos. Fue un ejemplo para los italianos. Aquí también tienen su Bolívar, Garibaldi. También él luchó por liberar a su pueblo y darle unidad. En aquellos tiempos, los que amaban la libertad se sentían ciudadanos del mundo y se iban a luchar a cualquier rincón en el que se necesitara su ayuda. Garibaldi luchó en el Uruguay.
            –¿Podremos ir a la playa? –pregunté.
            –No se viene hasta Europa para ir a la playa, querida –dijo mi abuela, a la que creíamos dormida.


            Llegamos a Noto bastante tarde y nos dirigimos directamente al hotel. Una persona del Ayuntamiento nos estaba esperando para darnos la bienvenida y resolver los cuestiones del alojamiento.
            –Bienvenidos a Noto. Como sabíamos que venía la niña con ustedes, hemos dejado un obsequio en la habitación. Es un pequeño detalle.
            Subimos a cambiarnos para la cena. En mi habitación había una caja grande, envuelta en papel acharolado con un lazo rojo con las puntas abiertas y rizadas.
            –¿Es para mí?
            –Eso han dicho –dijo mi abuelo–; ábrelo.

            En el interior de la caja había un enorme pastel con forma de corazón. Era de color rosa intenso y estaba decorado con pequeñas flores de azúcar y pájaros blancos. Una inscripción con la palabra “Noto” ocupaba el centro del corazón, que estaba bordeado con unos motivos geométricos blancos.
            –¿Se pueden comer las flores?
            –Claro. Las flores son un producto típico de Noto. Aquí celebran “l'Infiorata” en mayo. Cubren las calles con alfombras de flores, con todo tipo de motivos. A la abuela le han llenado la habitación de flores. No sé cómo se las va a apañar con sus alergias.
            Mi abuelo cogió una de las flores de azúcar y me la acercó a la boca.
            –Solo una, que tienes que cenar.


            A la mañana siguiente, un sol radiante entraba por mi ventana. Podía verse el brillo del mar a unos pocos kilómetros. Aquello era hermoso. Fui a buscar mi bañador a la maleta y lo dejé sobre la cama. Mi abuela entró en la habitación. Estaba ya completamente vestida y se había puesto uno de sus pequeños sombreros.
            –¿Qué haces? ¿Para qué has sacado el bañador?
            –¿No vamos a ir a la playa?
            Mi abuela no dijo nada y guardó el bañador en la maleta. Sacó un vestido azul, con un lazo en el cuello, que me había comprado en París, unas medias blancas y unos zapatos negros con hebillas plateadas y dejó todo sobre la cama.
            –Ponte esto.
            –¿Las medias también? ¡Hace mucho calor! –dije enfadada– ¿Por qué no podemos ir a la playa?
            –Porque somos gente importante que ha recorrido miles de kilómetros para asistir a una ceremonia en la que somos los invitados de honor; no estamos haciendo turismo. ¿No lo entiendes? En cinco minutos te quiero ver abajo.
            Mi abuela no esperó a que yo respondiera. Salió de la habitación sin mirarme. Me senté sobre la cama y, dando dos patadas al aire, lancé las zapatillas con fuerza contra la pared. En seis minutos estuve abajo. Mi abuela ni me miró para cerciorarse de que me había vestido como ella quería. Me cogieron cada uno de una mano; mi abuelo la derecha y mi abuela la izquierda. Así bajamos, los tres juntos, la escalinata del Hotel hasta llegar al coche. Un chofer con la gorra bajo su axila nos mantenía la puerta abierta luciendo una inmensa sonrisa. El sol se reflejaba en el cristal del parabrisas y a mí me picaban las medias.

           
            En la plaza rectangular habían instalado una tarima rodeada de flores con los colores de Italia y Venezuela. Cuerdas con banderitas de papel cruzaban la plaza de un extremo a otro, de farola en farola, de árbol en árbol. Junto a la tarima, cubierto por una tela azul, se elevaba un poste de hierro. Unos carabinieri, con su traje de gala, trataban de evitar que los niños levantaran la tela para curiosear. Poco más de trescientas personas se habían reunido para la celebración. Las autoridades locales, con trajes oscuros, cruzados por bandas de colores, nos esperaban al pie de la escalerilla de la tarima.
            –¡Señor embajador! –le dijeron, estrechándole la mano y abrazándole.
            Subimos a la tarima. Mi abuela se situó junto a mi abuelo y me cogió de la mano. Podíamos ver la alegría de la gente y yo observaba con envidia a los niños que correteaban en el fondo de la plaza.
            –Primero los himnos nacionales, señor embajador –dijo el Alcalde de Noto.
            La banda municipal interpretó nuestros himnos y al término se escucharon aplausos y vivas a Venezuela, Sicilia, Italia, a Bolívar y  a Garibaldi, y algunos a la selección italiana de fútbol, que fue contestado con risas por los presentes.
            –Abuelo, ¿dónde está la estatua?
            –No lo sé. Ya nos enteraremos.


            En la plaza no se veía ninguna estatua. Yo me imaginaba que sería como la que había en Caracas, enorme, con un caballo con sus patas delanteras levantadas, al aire, dispuesto a saltar desde su pedestal para ir a liberar lo que hiciera falta; una estatua con un libertador enérgico, poderoso, con su capa al viento, vigilante de nuestras vidas. Pero allí no se veía nada parecido. Un gran macizo de flores era lo que presidía el centro de la plaza. Mi abuelo, como buen diplomático, no preguntó nada.
            Comenzaron los discursos y se habló de la libertad, del hermanamiento de los pueblos, de lo que Italia había significado para Bolívar y de lo que Bolívar había significado para Garibaldi. La gente aplaudía y seguía lanzado vivas.
            –Señor embajador, puede tirar de la cuerda.
            Mi abuelo agradeció la deferencia con una sonrisa y tiró de la cuerda unida a la tela azul. Al final del poste de hierro repujado un rótulo realizado en azulejos contenía la inscripción “Piazza Bolivar”. Volvieron a abrazar a mi abuelo y la banda comenzó de nuevo con la música ante el jolgorio de todos. Se intercambiaron regalos, llaves doradas y pergaminos. Poco más de media hora después, nos dirigimos de nuevo hacia el coche que había de llevarnos al hotel. Debíamos emprender el camino de regreso hasta Palermo porque nuestro avión salía esa misma tarde hacia París. El equipaje estaba listo en el hall del hotel y lo cargaron en el maletero del coche. Mi abuelo dio los últimos abrazos de despedida y todos nos montamos en el coche. Dos motoristas nos acompañaron hasta la salida del pueblo, abriéndonos paso con sus sirenas.


            Cuando nos alejamos del pueblo, mi abuelo se dirigió al chófer.
            –¿Sabe usted qué ha pasado con la estatua? –le preguntó.
            –Algunos problemas al final.
            –¿Problemas? ¿De qué tipo?
            –Sí..., el pueblo, los vecinos... –dijo sin dejar de mirar a la carretera–. Cosas de Sicilia...
            –Pero teníamos que inaugurar la estatua, ¿no?
            –Claro, pero hubo problemas al final, me han dicho... Los vecinos no se pusieron de acuerdo.
            –¿No querían la estatua de Bolívar?
            –Sí, sí, claro... ¡Bolívar, la libertad! ¡Cómo no! Todos querían que hubiera una estatua de Bolívar en la plaza; por eso le pusieron el nombre.
            –Entonces no entiendo, ¿qué problema hubo?
            –El caballo...
            –¿Qué pasaba con el caballo?
            –Los vecinos no se pusieron de acuerdo en la orientación de la estatua.
            –¿Discutieron sobre dónde ponerla?
            –Bueno, no exactamente. Todos estaban de acuerdo en que la estatua tenía que estar en la plaza..., pero...
            –¿Sí...?
            –El culo...
–No entiendo, ¿qué culo?
–El del caballo... Nadie quería que el culo del caballo apuntara a sus casas... Esto es Sicilia, señor embajador, y esas cosas..., las supersticiones, el mal de ojo, ya sabe usted. Supongo que llegarán a algún acuerdo con el tiempo.
Mi abuelo se quedó un buen rato mirando el paisaje por la ventana. Yo esperaba que dijera algo, pero él se mantenía en silencio. Me pareció ver que aparecía una sonrisa en su cara.
–¿Cree usted que nos dará tiempo a que la niña se dé un baño en la playa cuando lleguemos a Palermo?
–Creo que sí, señor embajador –contestó el chófer.
–Bueno –me dijo mi abuelo–, siempre podremos decir que no se pusieron de acuerdo porque todos querían tener la cara del Libertador al frente. Ya se sabe que los pueblos aman la Libertad.
            
[* Este relato, escrito en 2003, apareció publicado en la revista mexicana "Aquilón. Viento del Norte" nº 2 enero-junio 2006 Baja California, México]




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