domingo, 3 de junio de 2012

La “irrisoria insolencia” de la primavera egipcia o que se pudra la revolución

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Visto retrospectivamente, tras el fallo de ayer, el diseño de la operación adquiere cierta claridad en su planificación detalladar. Todos los movimientos llevaban hasta aquí: la cuidadosa eliminación de los candidatos presidenciales, la concentración del voto del mubarakismo, los exculpatorios juicios previos contra los militares y policías por las muertes de manifestantes (que hubieran desmoralizado a las tropas restándoles contundencia represora) o los exámenes de virginidad a las mujeres participantes en las manifestaciones, los encarcelamientos de los activistas, los ataques a las embajadas, los juicios militares a civiles, etc. Todo lleva ante la puerta de la presidencia del Estado.
Bajo la apariencia de aceptar y liderar la revolución, el régimen seguía funcionando a pleno ritmo disociando los deseos de la calle de los mecanismos institucionales, que seguía controlando. Es la maquinaria elaborada tras décadas de poder. Se trataba de crear y mantener el caos callejero e intervenir con contundencia cuando conviniera, de sembrar el enfrentamiento religioso, de provocar el enfrentamiento entre los diferentes apoyos de la revolución. Divide y vencerás; aburre y ganarás.

En el mensaje a la nación francesa emitido en el final del año 1968, el presidente de la República, el general Charles De Gaulle, fortalecido por el movimiento pendular de conservadurismo que los acontecimientos del “mayo del 68” habían provocado, les dijo a los ciudadanos franceses: «Echemos por tierra todos los diablos que nos han atormentado en 1968.»* Era una invitación a borrar de forma activa de la memoria los acontecimientos que había sacudido Francia medio año antes y que habían atraído la atención de todo el mundo. El general, como militar que era, sabía que no se debe intervenir en las batallas en el propio país más que haciendo que sean los ciudadanos quienes lo pidan de rodillas. Es famosa la expresión que definió la estrategia del general sobre la situación creada entonces: ¡Dejemos que se pudra! Laisser pourrir!
La crónica del diario ABC del día siguiente comenta recogiendo los comentarios de la prensa francesa:

Esos «diablos», como simplemente De Gaulle los llama, son objeto hoy de muchos comentarios en la Prensa. «Lo que ha pasado en mayo, y después en noviembre —escribe esta mañana L’Aurore en su primera página— no tiene, a los ojos del jefe del Estado, nada de misterioso. Hay culpables y los culpables son los «diablos» que nos han atormentado.» E inmediatamente el periódico añade: «En resumen, la manera en que nuestros asuntos públicos han sido llevados desde hace diez años no tiene nada que ver con los acontecimientos de la primavera. Ni la carencia del mantenimiento de  autoridad en ese “paso en el vacío”», concluye el diario, haciendo alusión, indudablemente, a esas semanas de mayo en las que el general De Gaulle dejó que «se pudriera» una situación, en vez de cortar con rapidez la parálisis y reducir así los efectos que la acompañarían.*

Francia era y es un régimen democrático y Charles De Gaulle, por supuesto, no era Mubarak; la alternativa no eran las masacres desencadenadas por la policía y el ejército del dictador egipcio y su régimen. Sí, en cambio, es característica de un militar la estrategia de “dejar pudrirse” la revolución, es decir, que la gente se aburra de ella, que desee que se termine y que pida que se reprima y desaparezca, que pierda los apoyos sociales, que quede como un mal recuerdo colectivo. Te llamarán y rogarán que les salves del desorden. La gente es así, primero se anima y luego se angustian. Ya lo dijo Dostoievski: entre la libertad y la seguridad, la mayoría prefiere lo segundo. El Gran Inquisidor tenía razón.


El que se pudra sí encaja con la estrategia seguida por el régimen egipcio. Y no porque no tuviera capacidad para destruirla bajo el peso de sus botas, como había estado haciendo con los opositores hasta el momento sin contemplación alguna, manteniendo desde 1981 la Ley de Emergencia, sino por las presiones internacionales y dependencia exterior, por un lado, y por la firmeza del pueblo egipcio que salió a la calle desesperado por el deterioro absoluto del Estado.
Es característico de la mentalidad militar, cuando decide asumir todos los poderes, esperar a que el deterioro sea lo suficientemente grande como para justificar su presencia al frente de la nación. Son entonces los salvadores. Esa salvación, que comenzó en 1952, se ha prolongado con mayor o menor dureza hasta hoy y busca su justificación en diversas causas: el caos, la inmadurez política, las agresiones exteriores, etc. Todas ellas se han esgrimido para justificar el control del régimen.


Es hoy el argumento electoral de Ahmed Shafiq, militar y ex primer ministro de Hosni Mubarak, un producto puro del régimen, un hombre fuerte que promete “seguridad” y “estabilidad” volviendo a la fase previa a la revolución. Pero seguridad es “represión” y estabilidad significa “parálisis” porque eso es exactamente lo que llevó al estallido de la revolución del 25 de enero. Tratar de convertir el régimen de Mubarak en un paraíso terrenal en el que reinaba la eficacia, la justicia y la armonía es un sarcasmo solo concebible en mentes adictas al autoengaño o a beneficiarios, directos o indirectos, del régimen, que son bastantes.

La “revolución” no son las manifestaciones, algo que se confunde. Para algunos ingenuos, la revolución es como las trompetas de Jericó, por el hecho de sonar harán caer las murallas. No es tan sencillo, como se ha visto. Las manifestaciones tienen su momento, sentido y eficacia. Pero se trata de cambiar el régimen, no de que el régimen cambie de actitud. Las patas del sistema —la justicia, la policía y el ejército— siguen funcionando, controlando con la fuerza y preceptos de las leyes del estado represor. Son las herramientas de represión, física y legales, con las que se detenía, juzgaba y condenaba al que se oponía. Están intactas. También los que las aplicaban siguen en sus puestos. El mantenimiento hasta hace unos días de la ley de emergencia, que se implantó tras la muerte de Sadat, no es más que un aspecto formal y un lavado de imagen después de habérsela aplicado a miles de activistas de la revolución de la misma manera que se aplicó anteriormente a cualquiera que se opusiera a Mubarak o a las fuerzas armadas. O fuera simplemente molesto. Los juicios militares tras el 25 de enero son la prueba más evidente, por si fuera necesaria alguna.
Si se hubieran comenzado las depuraciones de las distintas instancias controladas por el régimen, de las fábricas a las universidades, de los juzgados a las empresas públicas, inmediatamente después de la revolución, como los estudiantes reclamaron haciendo sentadas en las puertas de los despachos de los decanos afectos a Mubarak, o los trabajadores plantados ante los despachos de los directores corruptos de las fábricas, se habría podido ver alguna voluntad de cambio. Pero no fue eso lo que ocurrió. Nada cambió.
La pantomima del juicio a Hosni Mubarak, sus hijos, sus ministros y los responsables de las muertes en las calles y de la corrupción económica ha servido para dejar en evidencia que le sistema ha trabajado en paralelo estigmatizando a la revolución y los deseos del pueblo, por un lado, y exculpando a todos sus responsables por otro. Con ello trata de apaciguar las presiones de un sistema económico con una dependencia exterior muy grande, tanto por la financiación estadounidense del ejército como por el sector turístico, aspectos clave. Los militares no quieren ceder el poder real. La pantomima es que, si gana Ahmed Shafiq, la transmisión de poderes será de militares a un militar, cerrando el círculo de la broma macabra.


La reacción de indignación que el veredicto ha provocado puede volverse contra ellos. Anoche se asaltaron de nuevo las sedes de Ahmed Shafiq, en el que ya no se ve tanto la tranquilidad como la desfachatez.
La SCAF no era un árbitro neutral —no podía serlo— y se comprueba que ha ido desarrollando en este tiempo la estrategia necesaria para llegar al momento que quería: conseguir que una parte de la población pidiera la presidencia de un militar, que culpara a la revolución de los males de Egipto, que pensara en el época de Mubarak como en un “paraíso de pleno empleo”, “justicia social” y “educación generalizada”. Pero para conseguir esa fantasía tenía que lograr que por las calles de Egipto corriera la sangre periódicamente —sangre de los coptos para que no votaran a los islamistas, sangre de activistas, sangre de los seguidores futbolísticos…—, sangre estratégica para ir provocando el miedo de unos y el rechazo de otros; había que asaltar embajadas —Israel, Arabia Saudí…— para que hubiera apoyos internacionales a un gobierno de orden, el de un militar, el de un hombre fuerte que devolviera a Egipto a la normalidad faraónica tras la pesadilla revolucionaria.

Para ello se sacrificaron dos piezas, a Hosni Mubarak y a su ministro del interior. No se sacrifica al “rey” en la partida, constatación de que Mubarak ya solo era el comisionista de los negocios de otros, una pieza menor con el negocio en marcha. Su semilla va más allá de sus hijos. Mubarak no fue el principio de nada. Fue la pieza elegida como recambio para lo que ya existía de antes y seguirá existiendo bajo el manto de la legalidad del régimen, que lo seguirá protegiendo a través de una justicia hecha a su medida. Que se considere que han prescrito los delitos de corrupción es porque solo se eligieron los que estaban dentro de ese marco temporal; que no se hayan podido aportar pruebas para condenar a los oficiales encargados de la represión es porque se las han pedido a los propios afectados. Nunca un fiscal tuvo menos ganas de buscar pruebas o formular acusaciones. Se trataba solo de condenar a Mubarak para salvar al resto del cuerpo de la gangrena. Pero el cuerpo está corrupto y esto no es más que la confirmación.

La crónica del diario ABC sobre la alocución de primero de año del general Charles De Gaulle, que se había extendido inusualmente en temas internacionales y había dedicado poco a los nacionales, se refirió a lo acontecido en mayo llamándolo los «sucesos de primavera en Francia». El corresponsal señalaba:

Anoche, De Gaulle se refería a quienes participaron, diciendo que en «su esterilidad, ellos tienen la irrisoria insolencia de llamarlo revolución».*

Si Ahmed Shafiq, la personificación del régimen dictatorial, gana las elecciones próximas, la “primavera” egipcia, el 25 de enero, recibirán una consideración similar: un “paso en el vacío”, una “irrisoria insolencia”. Pero los egipcios saben que no es insolencia llamar revolución a lo que ocurrió en el 25 de enero de 2011. Sí es, en cambio, una auténtica insolencia defender y dar por bueno lo que había antes.
¡Que se pudra la dictadura! Tiempo ha tenido.

* “De Gaulle dirigió a los franceses su tradicional mensaje de fin de año”. ABC Sevilla 2/01/1969 http://hemeroteca.abcdesevilla.es/nav/Navigate.exe/hemeroteca/sevilla/abc.sevilla/1969/01/02/035.html




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