viernes, 22 de junio de 2012

Derechos y facturas

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Parece una epidemia, sí, pero ¿de qué? La cuestión que se plantea es si estamos ante oleadas de corruptos que han asaltado los puestos políticos y administrativos de todo el mundo o si se trata, por el contrario, de una avalancha puritana de los ciudadanos que ya no pasan una a los dirigentes y responsables. Probablemente ambas cosas.
Por un lado, el deterioro de la idea de Política es evidente y es el pragmatismo generalizado el que reina como marco teórico de un mundo en el cual las diferencias económicas han aumentado en todas partes y la elite política quiere vivir como la elite económica y estar a su altura. La idea del político austero ha pasado, según parece, a la historia. En la medida en que la política se ha convertido en una profesión, los “profesionales” quieren vivir bien —suben sueldos y gastos—, como si fueran profesionales liberales, y no lo son. No están en  el mercado de trabajo, sino sujetos a un compromiso ético profundo, que es lo que diferencia un contrato profesional de un cargo público. Son políticos, no ejecutivos. Hay grandes diferencias en todos los órdenes y el que no lo entienda que, por favor, se vaya a la empresa privada a ganarse los lujos con su buen saber hacer y el beneplácito de los accionistas.


Es cierto que la actividad política ha cambiado y también su coste. Los presupuestos de viajes en un mundo interconectado, de reuniones permanentes con grupos de todos los tamaños, con instituciones de todos los continentes, hacen que los políticos vivan con un pie en el avión; ellos y sus séquitos crecientes. Hoy toca la ONU, mañana Bruselas, pasado la OEA y el domingo el partido de la selección o la final de tenis, o lo que sea Con unos políticos convertidos en relaciones públicas, obligados a viajar porque si no vas tú lo aprovechan los demás, la política no puede ser barata. Los países deben estar representados, evidentemente, pero el problema aquí es por cuántos, con qué frecuencia, en qué, etc. La polémica no debe ser si el presidente del gobierno fue a un partido de la selección, sino revisar cuántos fueron en el séquito, en qué clase viajaron, cuántos días estuvieron, etc. El resto es demagogia y confrontación interesada para marear la perdiz y confundir al ciudadano, que es fácilmente confundible con toda esta retórica. A lo mejor deberíamos elegir agorafóbicos para los cargos políticos y que les diera pavor salir de su casa. Saldría más barato, pero no sé si es la solución.


Lo mejor es la transparencia institucional y la responsabilidad personal. El control público e institucional de todo este tipo de gastos debe ser muy estricto con todos, absolutamente todos y se debe respaldar a los que tienen la obligación de fiscalizar el gasto. Ahora, según parece, son “motivos de trabajo” los viajes a Marbella durante el fin de semana, por ejemplo, y se considera que el contribuyente debe dar las gracias porque se esté a “su servicio”. La portavoz del Consejo del Poder Judicial dio una pista: desde que se sustituyó el sistema de dietas por el de presentación de facturas, la cosa queda en manos de la seriedad de quien las presenta y de quien pone el visto bueno. Rafael Ribó, el defensor del pueblo en Cataluña, ante las polémicas sobre sus viajes internacionales, ha pedido comparecer ante el parlamento catalán y mostrar que están justificados sus movimientos a los sitios más distantes del globo. Seguro que todo el mundo se encuentra más tranquilo cuando escuche sus explicaciones. Y si no, ya sabe.

Lo que ya no está dispuesta la gente es a pasar apreturas mientras otros no tienen control porque se supervisan, en gran medida, ellos mismos. La única parte positiva de la crisis es el despertar de la conciencia del control del gasto. Su ausencia es un mal que afecta a ciudadanos y políticos, a unos y otros, cada uno en lo que le toca. No solo algunos  políticos gastan demasiado; también hay ciudadanos que lo hacen.
El ciudadano exige gastos sin pensar en que también debe poner parte de sus ingresos a través de sus impuestos, y el político gasta sin pensar que tiene que sacarlo de los ciudadanos. El despilfarro es gastar más de lo que se debe y eso lo pueden hacer tanto los ciudadanos como los políticos. Los gastos se van sumando y van todos al mismo sitio, al bolsillo del ciudadano que paga, que no siempre es el que gasta, pues cuando tiene una conciencia ciudadana cumple con sus obligaciones y procura no cargar a todos despilfarrando. Toma lo justo, sin abusar.
Para no perder o limitar derechos y servicios, debemos vigilar las facturas, mantenerlas en los niveles necesarios para que no se queden en papel mojado por falta de financiación. Podemos tener "derecho a la educación", pero las escuelas y los maestros se pagan. Una cosa es el derecho y otra la "calidad" que exigimos y la que se nos puede dar con lo que tenemos.
El ahorro es una virtud pública y privada. Significa no gastar por gastar y gastar lo justo en lo justo. El ahorro surge del planteamiento selectivo del gasto. Y “selectivo” quiere decir con buen criterio; lo primero es lo primero y lo último lo último. Nos salen los colores viendo algunos gastos y su cuantía.


El peor enemigo del ahorro es la demagogia, es decir, gastar desde criterios electoralistas pensando que si no vienen tiempos mejores, por lo menos no nos pillarán en el puesto. Algunos gastan más de lo que deben porque así creen que se aseguran su continuidad en el poder; y si no ocurre así, la factura le llega al siguiente. No otra cosa es endeudarse, gastar hoy y que pague el que viene.
Los derechos son papel mojado si no hay con qué garantizarlos económicamente. Solo cuando las arcas están vacías, nos acordamos de lo que nos falta. Entonces salen a relucir las facturas de lo que nos hemos gastado en cosas absurdas, en demagogias con las que los políticos nos han tenido entretenidos entre elección y elección.
El día que asumamos que nuestra tarea no solo es ir a votar, sino vigilar a las personas que nosotros hemos colocado ahí y de las que somos responsables, nos irá mejor a todos. Habremos alcanzado la madurez cívica que nos hace falta para no gastar con las vacas gordas lo que nos faltará en las flacas.






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