sábado, 26 de mayo de 2012

La España ruidosa

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La pitada al himno nacional en la final de la Copa del Rey es una más de esas anomalías con las que la personalidad española sorprende al mundo y nos sigue sorprendiendo a aquellos que admiramos la película Gran Torino. Siempre se habla de las dos Españas, pero la parejita ha tenido retoños que se multiplican en un país bipolar y cubista. La pitada del otro día habrá que contrastarla con la euforia callejera de los goles de la “roja” y de la celebración de sus títulos, los pasados y los que vengan. A ver quién mete más ruido.
No existen dos Españas. El número de multiplica. Existen, cuanto menos, la católica y la atea; la monárquica y la republicana; la centralista y la autonomista; la de derechas y la de izquierdas; la nacional y la separatista. Con todas las variantes que se nos ocurran, todas ellas irreconciliables por pares y deseosas de expresar ruidosamente sus diferencias de la forma más ofensiva posible para aquel que les sirve de referencia negativa. Porque, sí, es más fácil pitar en un estadio o en un desfile, que resolver cualquier problema. ¡Y cómo desahoga, con qué euforia regresas a casa tras la machada!
España es el país en el que no se cierra ninguna herida porque se vive muy bien de ellas. Los conflictos se estiran como el chicle en el zapato.

Mientras tanto, los problemas se siguen acumulando, en segundo término, pendientes de resolución. El Mundo se pregunta de forma trascendental “¿Subió TVE el volumen del himno durante la retransmisión?”*, en donde el centro morboso es saber el equilibrio entre música y pitada, como si se tratara de un pulso, el verdadero deporte nacional. No es una cuestión de decibelios, ni de mezcla de canales. Es otra cosa.
Cuando España ganó la Eurocopa y la Campeonato del Mundo de Fútbol, nuestros más sesudos comentaristas y nuestros más frívolos analistas dedicaron páginas y páginas a reflexionar sobre cómo este país permanentemente divido se había unido en unos “colores”, cómo gritaban “¡campeones, campeones!”, se metían en las fuentes más cercanas y hacían resonar los cláxones de sus vehículos mientras recorrían las ciudades comunicando la “buena nueva”. Llegaron a la conclusión de que una generación joven de deportistas había logrado unir lo que los políticos no hacían más que intentar separar para su propio lucimiento y beneficio. Observaron cómo los jóvenes se habían negado a entrar en las trampas exclusivistas con las que los políticos locales les habían tentado —amenazado en ocasiones— y se habían limitado a jugar, alegrarse por ganar y a celebrarlo con todo el que quisiera celebrarlo. Algo sencillo en casi cualquier lugar del mundo.

De nuevo, el espectáculo no estaba esta vez en el terreno de juego. Lo que ocurre en el estadio no es más que la apoteosis teatral de una tragicomedia mancomunada, convertida en culebrón, en entregas periódicas con las que satisfacer los subidones egocéntricos de la política.
Una vez más, el deporte sirve para tapar las carencias y problemas gravísimos a los que nos enfrentamos y a mantener el nivel de confrontación que nos gusta para sentirnos vivos en nuestra elección particular vital: nacionalistas, españolistas, republicanos, monárquicos, religiosos y ateos. Y nuestros colores deportivos, por supuesto.

La pitada de la final de Copa permitió matar tres pájaros de un tiro. Los silbidos se hicieron contra el himno, con lo que se cazó al pájaro nacional con la escopeta independentista. Se disparó contra la presencia del Príncipe de España, en cuyo honor se interpretaba el himno, cazando al pájaro de la monarquía con la escopeta republicana: y, por último, se cazaba el pájaro centralista porque era en Madrid donde se celebraba la final y así tenía un mejor sabor. La intervención de la presidenta madrileña no hizo sino añadir un punto de placer morboso al asunto y hacer entrar al trapo a los presidentes autonómicos con desvaríos mayores. Además de pitar a las instituciones, tuvieron el placer de personalizarlo en ella a través de los insultos dedicados a su persona. Hay gente que disfruta profundamente con estas cosas. Para que sus pitidos no se confundieran con los de la multitud, algunos los identificaron, como vemos en la fotografía de la izquierda. No vaya a haber confusiones.
Cuando las cosas están tan cantadas como lo del otro día, pasan a formar parte del programa de festejos, como lo era la pitada a Rodríguez Zapatero en el desfile del Día de las Fuerzas Armadas, la caza de ministros por manifestantes en ferias y saraos de inauguraciones, o la persecución de diputados, etc. Es la España jacarandosa que gusta de expresarse con estas formas. Divertido para algunos, pero ineficaz y poco educativo. La gente tiene derecho a gritar, pitar, etc. Sí, claro, pero ¿y qué? Con la que nos está cayendo cada día, con las alertas en rojo, y nosotros compitiendo a ver quién mete más ruido. Es una forma de entender la competitividad, desde luego.


Como en las crónicas taurinas, nuestro mundo se clasifica en “silencio”, “pitos” y “aplausos” y, como suele ocurrir, “división de opiniones”, que es el punto en el que unos meten tanto ruido aplaudiendo como los otros pitando. Como en los toros, el público no alquila las almohadillas para mantener el trasero en buen estado, sino para arrojarlo en cuanto haya ocasión. Es el respetable. Muerte en el ruedo y ruido en las gradas.

* "¿Subió TVE el volumen del himno durante la retransmisión?" El Mundo 26/05/2012 http://www.elmundo.es/elmundodeporte/2012/05/26/futbol/1338001005.html




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