martes, 3 de abril de 2012

El sedentarismo mental y la lectura

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Comenta Jacques Derrida a Jean Bimbaum en el libro-entrevista Aprender por fin a vivir:

Cada libro es una pedagogía destinada a formar a su lector. Las producciones en masa que inundan la prensa y la edición no forman a los lectores: suponen, de manera fantasmática y primaria, un lector ya programado. De modo que terminan configurando a ese destinatario mediocre que habían postulado por anticipado. (29)*

Este es uno de los grandes problemas que la cultura contemporánea tiene planteados, la degradación de sus receptores por efecto de las iteraciones existentes entre la oferta y la demanda. Utilizo deliberadamente los términos económicos puesto que es la introducción de criterios estrictamente de mercado lo que está en la base del problema.


Siempre se argumenta que el arte ha estado sometido a reglas económicas y, en la mayoría de las artes, es cierto, pero lo que no existía era la conciencia de mercado en los términos absolutos que hoy la poseemos.
Los textos poseen su propia pedagogía, nos dice Derrida. Esto quiere decir que el libro nos enseña no con su contenido sino con su “lectura”, que debemos aprender cómo leerlo. Frente a la consideración ramplona y utilitarista del libro como mero empaquetado de “contenidos”, la moderna idea de Derrida implica que los libros podrían estar diciendo toda la eternidad "lo mismo", pero con escrituras diferentes. Es la valoración de la lengua y de su configuración textual en detrimento del hecho o trama, elementos extralingüísticos. El valor de un texto no está en lo entretenido de su trama, sino en su construcción, en su escritura. Lo literario no son los hechos contados, sino la forma de contarlo.

A mediados del siglo XIX se planteó el reto de la lengua como objeto de la escritura y de la obra artística como su máxima expresión. Las tramas pertenecían a la vida y la vida empezó a dar signos de vulgaridad extrema, mostrando la muerte del héroe en la sociedad industrializada. El heroísmo pasaba al acto de la escritura y al desafío que la lengua supone al escritor que se enfrenta a ella.
Flaubert se planteó el reto antiheroico de escribir una obra que no tratara de nada, es decir, la anulación de la trama en favor de la lengua. Su idea de la palabra justa no es otra cosa que encontrar ese punto de equilibrio expresivo en el que la palabra pasa a ser la gran protagonista. Para alejarse de la literatura de héroes y heroínas, Flaubert buscó entre los seres más vulgares y estúpidos que pudo encontrar para alejar el fantasma heroico. Sufría por tener que escribir sobre seres tan anodinos y pretenciosos como su Madame Bovary, de la que dijo que había una en cada pueblo de Francia para resaltar su vulgaridad extrema. Pero la lectura heroica programada convierte en protagonista al que se pone frente a los focos por el simple hecho de ponerse. Y Emma pasó a ser para muchos una heroína cuando para Flaubert —ahí están sus cartas— era solo el ejemplo de una mala lectora víctima de sus tontas lecturas, pervertida por un gusto cursi y narcisista. No es casual que Emma muera con un sabor a tinta en su boca. Hasta el veneno se vuelve simbólico.


No podía contar Flaubert —y eso que no tenía en mucha estima al futuro— con que Emma se multiplicaría como modelo de lector y que su propia obra sería consumida como una lectura heroica romantizada. Emma era esa lectora “programada” de la que habla Derrida, el fruto de la conjunción entre mercado y mediocridad como forma de producción artística. Emma ya era un prototipo de lector al que hay que gustar, era la demanda sentimental.

Para cualquiera que esté en contacto con las aulas, la degradación lectora es un hecho incontrovertible. La reducción de la capacidad de aceptar ese reto pedagógico que supone la lectura ha sido un auténtico maremoto, dejando la cultura como una playa revuelta llena de objetos inservibles o solo parcialmente recuperables.
Frente al desafío lector, la lectura rutinaria. El efecto es el sedentarismo mental, la pereza de enfrentarse a cualquier tipo de actividad intelectual a partir de la lectura. Los libros son clasificados como “útiles” (los que nos aportan conocimientos prácticos), “entretenidos” (los que nos permite matar el tiempo, en terrible expresión cotidiana) y los “escolares” (los que hay que leer, aun sin entender, para la configuración curricular). No hay espacio para mucho más. Ni interés.

En una cultura de la facilidad, el simple hecho de pensar en producir un objeto cuya función sea resistirse al “usuario” es contemplado como una locura comercial. Para eso ya se inventaron los puzles y similares. La mercadotecnia moderna explora los gustos del público y les da lo que esperan en un ciclo cerrado en el que ya solo se espera lo que se puede asimilar. Es la postulación previa de la que Derrida habla. Preocupado por la extensión —el gusto mayoritario— que es la que determina su éxito de ventas, el libro lima diferencias y nos hace igualitariamente receptivos. Es semilla de demanda. Se siembra lo que se pedirá y se ofrece lo que se solicita.
Existen los libros que nos piden un poco más y los que nos piden un poco menos. Estos últimos van ganando la batalla. El sedentarismo mental triunfa. Se trata de pasar la vida, no de pensar en ella.

* Jacques Derrida (2006). Aprender por fin a vivir. Entrevista con Jean Bimbaum. Amorrortu Editores, Buenos Aires.



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