viernes, 20 de abril de 2012

El dogma y las cegueras

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
En las Cartas desde la montaña, Jean-Jacques Rousseau escribió:

En todos los Estados del mundo la policía vigila celosamente a quienes instruyen, a quienes enseñan, a quienes divulgan dogmas; solo a personas autorizadas consiente el desempeño de tales funciones. Ni siquiera es posible predicar la doctrina admitida a quien no es reconocido predicador. Ciego, el pueblo es fácil de seducir; un hombre que predica sobre los dogmas atrae a numerosas personas, y puede con facilidad soliviantarlas. El menor intento en tal sentido es siempre considerado como un atentado punible, precisamente a causa de las consecuencias que pueden de ello derivar.
No es ése el caso del autor de un libro; aun si enseña, no atrae personas, no solivianta, no fuerza a nadie a prestarle atención, a leerlo; no va en vuestra búsqueda, y viene solo cuando vos mismo andáis en la suya; os deja reflexionar sobre lo que os ha dicho, no entra en disputa con vos, no se enciende, no se obstina, no disipa vuestras dudas, no resuelve vuestras objeciones, no os persigue; si queréis dejarlo, él os deja; y lo más importante de todo: no habla al pueblo.* (139)

La obra fue escrita tras la condena, en 1762, de otros dos importantes textos del autor, el Contrato social y el Emilio. El pasaje es notable por lo que hoy llamaríamos la distinción entre la “oralidad” y la “escritura”. El poder de movilización de predicador, del que se basa en la palabra dicha para captar la atención del pueblo se confronta con la impotencia del autor libresco que está limitado en sus posibilidades de captación de adeptos por la limitada alfabetización. Rousseau señala precisamente como el punto más importante que el libro “no habla al pueblo”; que es el que le preocupa al del Poder. La “ceguera” del pueblo, nos dice, le hace ser presa fácil para todos aquellos que quieran manipularlo.

El libro, en cambio, realiza unas operaciones distintas: no persigue a nadie, sino que es el lector quien debe buscarlo y abrirlo; y puede, además, abandonarlo en cualquier momento de la lectura. Ese “no hablar al pueblo” nos muestra el libro como un objeto cuyo público es reducido y distinto al del predicador oral, que se dirige a las multitudes. Es solo un pequeño número de personas las que son capaces de leer y entender frente a los auditorios irreflexivos, que deben recibir las ideas como dogmas.
Los libros, concluye, no deben ser vistos como un peligro ni condenados. Rousseau afirma que sus obras no están escritas para el pueblo y dice haberlo dejado claro en sus prefacios; que, en el caso de Emilio, no se trata de una guía educativa para padres y madres, sino de “un esbozo” ofrecido al “examen de los sabios” (140). Son ideas especulativas, formas de “debate”. Enfrenta Rousseau las ideas de seducción y reflexión, que serán importantes en el desarrollo posterior de las teorías sobre la relación entre oralidad y escritura como procesos diferentes y las formas psíquicas y sociales resultantes.

Los teóricos que han trabajado en las diferencias entre oralidad y escritura anunciaron la llegada de una “segunda oralidad” u “oralidad electrónica”, la derivada de los medios electrónicos de comunicación. Nuestro mundo es de nuevo oral, es aldea, en los términos de McLuhan, proximidad y emocionalidad reforzada por las redes sociales que han superpuesto una nueva piel al planeta. La posibilidad de que esa nueva piel, además de ser sensible, sea inteligente depende en gran medida de la propia autonomía de los que la integren.
Las redes pueden ser un espacio dogmático o un espacio reflexivo, al igual que los libros pueden ser banales o transcendentes. Lo importante de la reflexión de Rousseau es la relación que mantiene con las intenciones de poder que tenderá a reducir a dogma o a emocionalidad cualquier proceso para mantener el control.  Las palabras de Rousseau en el fragmento —“Ciego, el pueblo es fácil de seducir; un hombre que predica sobre los dogmas atrae a numerosas personas, y puede con facilidad soliviantarlas”— siguen siendo ciertas en cualquier contexto.
Si no se evita, bajo las apariencias más diversas, siempre vuelven los dogmas. El dogma es hoy, en última estancia y en cualquier terreno, la creencia en que las cosas no pueden ser de otra manera. Para muchos, la ceguera es el estado deseable. Y cómodo.
Hay que volver a las “luces”. No a una república de sabios, sino a una república sabia.

* Jean-Jacques Rousseau (1989): Cartas desde la montaña. Ed. Universidad de Sevilla, Sevilla. [1762]



1 comentario:

  1. Muy interesante esa cita de Rousseau ... Voy a ver si tengo algo suyo en la biblioteca ;-)
    A mi, más aún que la diferencia entre oralidad y escritura que has analizado, lo que más me inquieta es su primera frase, la que indica el temor universal del poder hacia quien está en condiciones de subvertirlo.

    Y desde luego: si se concede a la oralidad la capacidad para subvertir el poder, y estamos entrando en una "segunda oralidad"... eso explicaría bastante bien los esfuerzos de los más variopintos gobiernos por controlar nuestra actividad en la red.

    ResponderEliminar

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.