sábado, 4 de febrero de 2012

El sudario y el árbol

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Ayer compré libros, libros nuevos y libros callejeros, salidos unos de los estantes de la librería de la Facultad, y recuperados otros, los viejos, del suelo de la Avenida en una tarde gélida. Pepe, el vendedor callejero de libros —ya lo conocen los lectores [ver entrada]—, esperaba la salida de los alumnos de clase al mediodía. A esas horas aumenta el movimiento de estudiantes arriba y abajo, camino del metro los que terminan y hacia las facultades los que tienen turno de tarde. Con la sábana expositora cubierta ya por la sombra de los árboles, el vendedor buscaba del sol que le permitiera evitar la congelación por el viento siberiano que asola Europa hasta llegar a la mismísima Avenida Complutense. 
Los libros no sienten el frío, pero sí su vendedor que —como en la maravillosa película de Vittorio de Sica, Milagro en Milán (1951)— se desplaza de un lugar a otro para tratar de calentarse bajo los tibios rayos sol. Mucho, mucho frío ayer por todas partes y a todas horas. Mucho frío para estar a la intemperie vendiendo libros sobre una sábana.

Buscando el sol: Milagro en Milán
Me detengo ante la sábana sudario y exploro la veintena de libros que componen su oferta del viernes, la de los libros a dos euros. Un alumno se detiene y le pregunta por uno de Calvino que debió ver al pasar por la mañana, camino de clase. Pepe se lo señala. Le explica que lo ha cambiado de sitio al reajustar los libros en la sábana. Veo, de reojo, que es uno de los que componen la trilogía Nuestros antepasados, la radiografía que Italo Calvino hizo del hombre contemporáneo  a través de unos seres fantásticos: un hombre dividido en dos partes por un sablazo en la batalla (El vizconde demediado), una armadura vacía que busca su identidad (El caballero inexistente), y un barón que se subió a un árbol de pequeño y no volvió a bajar, recorriendo Europa sin pisar el suelo, de rama en rama (El barón rampante). Es este último es el que revisa el alumno entre sus manos heladas.


—Yo no lo dudaba —le digo para animarle a la compra.
Es un empujoncito que le decide a llevárselo. Pepe está sin cambio y le ofrece la posibilidad de completar el resto, el euro que falta, con postales antiguas, que también tiene en su sábana expositor este viernes.
—Hay “románticas”, de Marruecos… —le indica al comprador—. Son antiguas antiguas, de las de verdad. Están pegadas por el frío que hace.

Manuel Altolaguirre
Mientras buscan la postal que complete la compra, yo hago mi recolecta de obras a sabiendas de que hay dificultades con el cambio. Me llevo unos cuentos de Cortázar para regalar, un Cántico porque no sé dónde estará el mío, una edición bilingüe de la obra poética de Rosalía de Castro, otro sobre la historia de la prensa en España, y un librito de recuerdos de Manuel Altolaguirre, El caballo griego. Reflexiones y recuerdos (1927-1958)*, en edición de regalo del diario Público
¡Cuántas cosas por los suelos! ¡Cuántas ideas sobre aquella sábana helada —sudario, mortaja, fosa común—, ante la que solo hay que hacer el esfuerzo sobrehumano de agacharse y mirar y devolver a la vida un cadáver literario! Pero así es el mundo que hacemos: la cultura sobre una sábana sudario, en un mediodía gélido, cadáveres ignorados en una avenida universitaria. Saber, al menos, que el libro de Calvino ha vuelto de entre los muertos, me compensa el día.
El libro de Manuel Altolaguirre es apasionante y apasionado. Seguro que si algún transeunte lo abriera, se sentiría inmediatamente atrapado por el poder de sus palabras, por la fuerza del sentimiento que lo desborda:

Ningún campo tan grande como el de nuestra memoria. Recorrerlo es buscarse a sí mismo. Pero esa sombra que intenta conocerse a fuerza de andar por su propia vida no soy todo yo. Ése que recibe extrañas impresiones poco a poco y que se muestra insensible a la mayoría de ellas, ése no soy tampoco yo, aunque lo soporte en mi suelo. Sólo me reconozco en los demás. Ellos son mis orillas y si soy sombra, es la luz de ellos la que al confundirse con mis primeros grises forman las auroras; y si soy de agua y ellos son de roca, en nuestro choque se formarán playas y litorales; y si soy calor y ellos son nieve, en nuestro encuentro la primavera dará sus flores y el otoño madurará sus frutos.
Mira los campos de la ciencia, las cumbres de la poesía, la tempestad de las pasiones, el sol de la verdad, la música de los astros… y considera todo esto dentro de ti y dime si no tiene que ser una pequeña parte tuya esa figura de hombre que en vano intenta definirse. (13)*

Esta palabras me ayudan a completar el día, me compensan de las dos horas de examen en un aula repleta, de esta forma extraña de aprender y enseñar en la que ni se aprende ni se enseña, porque nos han dibujado un campo imposible, rígido, apresurado, en el que poco importan profesores y alumnos, reducidos todos a evaluaciones absurdas en las que se rellena con datos lo que carece de sentido, un mundo reducido a formularios y protocolos, en el que lo esencial, las personas, importan muy poco.

Rafael Alberti, Manuel Altolaguirre y José Bergamín

Meto los libros en la bolsa misma en la que llevo los exámenes. No creo que se contagien unos de otros. Me hubiera gustado ver a algunos de esos alumnos —cuyos escritos tengo que evaluar— inclinados frente a esa sábana, recuperando aquellos libros helados, repletos de palabras capaces de despertar en ellos algo de lo que la rutina y la zafiedad mata cada día.
Creemos que aprendemos y enseñamos, pero no es así. Realizamos un trabajo mecánico para que puedan hacer otros muchos trabajos mecánicos. Y así avanzamos como una rutinaria máquina que ha dejado de plantearse hacia dónde va y coloca el piloto automático confiada en que la aburrida recta de la carretera durará hasta el infinito, toda la eternidad. Hacia el horizonte, con un bostezo.
De su escrito, incluido en el libro, “Recuerdos de Federico García Lorca” (1939), rescato estás palabras que rememoran su vida de estudiante:

De mi vida universitaria con Federico García Lorca siempre me acordaré de su examen de Derecho Político, como lo recordará sin duda Fernando de los Ríos, que fue quien lo examinó. Su definición del Estado como una gran araña… y su fantástica evocación del mundo de los griegos, que prolongó después del examen, en la tertulia del Café de la Alameda, entre los poetas de la nueva «cuerda granadina». Luego, en casa, nos tocaba el piano, con animación y gesto, cantando cuando hacía falta, levantándose en lo mejor de la pieza si se le ocurría mirar por la ventana. Se entusiasmaba y entonces calificaba el suceso, la música o el paisaje con palabras que inventaba de pronto: chorpatélico, elepente, anfistora. Palabras que utilizaba también para pedir algo: «Muchacho, tráeme un chorpatélico». Y el camarero le traía una pajarita de Anís del Mono. (155)


Otro mundo, otras personas; para bien y para mal. Eran pocos, pero valoraban la cultura y la alegría de aprender; algo que hemos perdido en este mundo frío, tan frío como ese viento siberiano que arrasaba la avenida de la Universidad y que seguirá azotándola con la fuerza de la indiferencia, más allá del viento, sustituyendo el entusiasmo por la “eficiencia”, la alegría por la indiferencia.
Dan ganas de no bajar del árbol, como el héroe del libro de Calvino que el alumno se llevó. El viento hoy también azota el árbol.

* Manuel Altolaguirre (2010): El caballo griego. Reflexiones y recuerdos (1927-1958). Voces críticas, Barcelona.

El hueco de sol en Milagro en Milán

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