viernes, 24 de febrero de 2012

Dawkins, el arzobispo y el gorila llorón

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La retransmisión por el Skup del diario El País del debate entre Rowan Williams, arzobispo de Canterbury, y el biólogo genetista Richard Dawkins ha sido seguido, según los datos oficiales, por 14 usuarios registrados, de los cuales 4 podían “escribir”*. No hay ninguna respuesta a las entradas y han pasado ya doce horas. La antepenúltima de las cincuenta entradas apunta “La conversación terminó con una reflexión sobre lo difícil que resulta hablar de estos temas”. El título que el diario le puso a esta retransmisión escrita y fragmentaria del encuentro en la Facultad de Teología de la Universidad de Oxford fue “La Ciencia frente a Dios”, título algo exagerado pues ni Dawkins es la “ciencia” y, sobre todo, Williams no es “Dios”.
Javier Sampedro, que sabe de estas cosas científicas, se modera titula en portada “El obispo también viene del mono”, que también es llamativo e irónico, pero que deja —una vez más— en los que no saben nada de “esto” porque no se lo acaban de explicar o no lo quieren entender, que “esto”, como si fuera un duelo a muerte en OK Corral,  no es algo entre el mono y yo.
Enzarzados en nuestro lío personal con el mono (categoría imprecisa y no científica, desde luego), muchos han dejado de preguntarse sobre lo que hay por debajo y a los lados, evolutivamente hablando. Al final muchos sacan la conclusión de que es un problema de adanismo evolucionista, algo que solo nos afecta a “nosotros” y no al resto de lo vivo, que ha estado sujeto igualmente a cambio.


Ya en la época de Darwin el tema se centró en el “mono”, que es como decir que la evolución se volvió una cuestión personal. De los cientos o miles de ataques en forma de chistes y caricaturas que se realizaron contra Charles Darwin para tratar de ridiculizarle y hundir su sencilla teoría, hay uno que me llamó la atención. Nos mostraba a un gorila llorando desconsolado y señalando acusadoramente a Darwin. El texto era el siguiente:

The Defrauded Gorilla: “That Man wants to claim my Pedigree. He says he is one of my Descendants.”
Mr. Bergh: “Now, Mr. Darwin, how could you insulting so?”

La escena se desarrolla ante la sede de la Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Animales (APSCA). La persona ante la que el gorila defraudado se lamenta es Henry Bergh, el norteamericano que fundó en 1866 la sociedad. Consiguió que en veinte años la mayoría de los estados tuvieran unas leyes contra la crueldad hacia los animales. Desde su visión religiosa del mundo, logró el compromiso con la Alianza de iglesias evangélicas y los episcopalianos de que cada pastor dedicara una vez al año su sermón dominical a exponer antes sus asistentes la cuestión de la crueldad hacia los animales y la necesidad de remediarla.

En su papel de defensor de los animales, tras giras por los Estados Unidos llevando sus ideas, Bergh fue abordado —ya en 1874— por la misionera metodista Etta Wheeler, quien le puso al tanto del caso de los abusos crueles que estaba sufriendo una niña, Mary Ellen Wilson. Bergh decidió que valía la pena dar el salto del conjunto de los seres vivos a la parte más desprotegida de la comunidad humana, los niños, y se puso manos a la obra. En 1875 había fundado la Sociedad Neoyorkina para la Prevención de la Crueldad hacia la Infancia (NYSPCC), cuyo ejemplo daría lugar a muchas otras asociaciones con la misma finalidad por los Estados Unidos. Sería algo hipócrita y estúpido recriminar a Bergh haber pensado antes en los animales que en los niños, cuando lo que hay que agradecerle es su sensibilidad ante la idea de crueldad y su concreción sobre los distintos seres.
El chiste del lloroso gorila tiene su esencia atacante en la cursiva de “Man”, la que desvincula a Charles Darwin del resto de la humanidad. Él es “ese hombre”, alguien diferente a los demás, algo que fue muy utilizado en las caricaturas que nos presentaban un cuerpo de simio con la cabeza de Darwin. Otros chistes abundaban en la misma idea: el Sr. Darwin puede descender de quien quiera, pero tú desciendes de tu padre y de tu madre, contestaba una señora a su hijo que había oído rumores.

Henry Bergh
Las dos figuras, Darwin y Bergh, simbolizan dos visiones: la proteccionista de los animales desde la superioridad de la conciencia humana, capaz de tener un concepto exclusivamente humano como es el de la crueldad, basado en una conciencia ética —y también religiosa— y la darwinista, que ve en la unidad de lo vivo la supervivencia, la cruel lucha por la vida. Nadie puede acusar a Darwin de aceptar la esencia cruel de la vida como algo deseable o a lo que uno se pudiera subir al carro con la excusa de su evidencia natural —como sí hicieron algunos desde el darwinismo social—.
Uno de los problemas que se plantean desde el evolucionismo —y que el propio Dawkins plantea en sus obras— es el problema del altruismo, que trata de encajar por qué los seres actúan contra sus propios intereses y no son siempre absolutamente egoístas, como el gen que da título a la obra más conocida de Richard Dawkins (El gen egoísta). Algunos lo hacen desde la similitud genética, es decir, nos sacrificamos por nuestras familias para mantener la descendencia, pero eso solo explica una parte y de forma poco convincente, como nos muestran algunas tragedias griegas. La gente se sacrifica por muchas cosas y no todas tienen como explicación los intereses, aunque estos puedan estar ocultos incluso al mismo sujeto.
Henry Bergh sufrió burlas parecidas a las que padeció Charles Darwin. El primero por una idea tan poco evolucionista como pedir que se dejara de abusar cruelmente de los animales. Lo hizo por una creencia. Creencia es también la necesidad de proteger a la infancia tras siglos de abusos y explotaciones, o la igualdad de derechos o el derecho al voto, la democracia, etc. El problema no es tener creencias; es lo que se hace con ellas.


Consideramos que no hay maldad en que un león devore un antílope, por ejemplo. Pero sí consideramos que hay maldad en maltratar y abusar de los animales o de las personas. Como resultado de la evolución, somos naturaleza, pero una naturaleza que trata de comprenderse y elige cambiar frente a los cambios del azar, que son los que rigen la evolución. La naturaleza es ciega; nosotros, no. Y esa es la paradoja. Hemos desarrollado el “gen” de la incomodidad, del malestar con nuestras propias acciones, también llamado capacidad crítica. Donde la naturaleza cambia por mutación azarosa, nosotros cambiamos argumentativamente. Puede que Henry Bergh tuviera una mayor sensibilidad a la crueldad que la mayor parte de sus contemporáneos, acostumbrados a la indiferencia ante el maltrato animal. Se basó en sus creencias y en su deseo de convencer a los demás. Darwin tuvo que desterrar muchas de las suyas, con gran tristeza algunas. El problema de las creencias no es sí se pueden demostrar (en cuyo caso dejarían de serlo), sino hacia dónde nos llevan o nos impiden ir.

Lo mejor del encuentro entre Richard Dawkins y el arzobispo de Canterbury es que al terminar nadie ha mandado a la hoguera a nadie. Mal humor, puede, pero poco más. Los 14 interesados en Skup tampoco se han quejado.
El problema no son tanto las creencias —algo humano, propio— como la forma en que se imponen a los demás y cómo se trata al que no las comparte. No existe una sociedad o cultura que no tenga “creencias” y en última instancia, como señalaba Yuri Lotman, una cultura es una estructura axiológica, un sistema de valores.
Darwin percibió en la Naturaleza un universo “cruel” y sin “justicia” —conceptos absolutamente humanos—, y eso le deprimió. El que percibió Henry Bergh era igualmente cruel e injusto, pero por la acción humana, y tuvo la saludable, insensata y antinatural creencia de que el hombre no debía aportar al mundo más crueldad de la que ya existía. Y luchó por ello.
Dos grandes hombres.

* "La ciencia frente a Dios" http://eskup.elpais.com/*debatecienciareligion20120223#2



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