domingo, 12 de febrero de 2012

Amor improcedente

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
De la margarita a la informática; de la media naranja a la base de datos. The New York Times se pregunta por el carácter “científico” de la elección de pareja, uno de los mayores negocios de la era cibernética: “But can a mathematical formula really identify pairs of singles who are especially likely to have a successful romantic relationship?”*
En la película “I Love You Alice B. Toklas”, una Joyce van Patten plantada ante el altar por Peter Sellers manifiesta su deseo de meterse en un sótano y dejar que los ordenadores elijan por ella su pareja ideal. La película de Hy Averback —escrita por Paul Mazursky— es de la temprana fecha de 1968 y ya muestra esa tendencia a confiarle a las máquinas nuestro destino amoroso. El cine de los sesenta comienza a recoger la crisis profunda de la pareja y nos mostrará esos plantes espectaculares, en capillas y juzgados, en los que alguno de los protagonistas decide, en el último minuto, que no es allí donde debería estar, que no es el momento o la persona adecuada. El final de una de las películas más características de esos años, El graduado (Mike Nichols 1967), lo ilustra perfectamente. Las actrices tuvieron que aprender a correr con trajes de novia y los actores con chaqués. No estoy preparado o no eres la persona adecuada pasaron a ser frases habituales en muchas películas, que dejaron de cerrarse con un apasionado beso final. Lo interesante en la vida es lo que pasa después.

La lectura del futuro en la palma de la mano ya no es suficiente y algunos prefieren —como el personaje de Joyce van Patten— algo más moderno, como son las empresas informáticas de búsqueda de pareja. Eli Finkel y Benjamin Karney, profesores de psicología social de las universidades de Nortwestern y California respectivamente, se preguntan por la validez de estos métodos y concluyen que no son más fiables que otros métodos tradicionales. La eficacia de estas empresas se basa en la de los algoritmos que emplean y en la de la cantidad de datos que manejan. Los algoritmos procesan las cuantificaciones de ciertos factores o variables que se han definido como relevantes, es decir, asignan valores a aquellos rasgos que consideramos más importantes para la compatibilidad entre las personas para constituir las parejas.
Hemos derivado la antigua autoridad de las familias a las máquinas de hoy, ya que en ambos casos alguien o algo deciden por ti. Es cierto que la capacidad prescriptiva de las máquinas es menor que la de las antiguas familias, pero ambas convierten la elección en destino que nos llega. Si la tradición hacía que las parejas se formaran para satisfacer los intereses de las familias, sin considerar ningún romanticismo en el asunto del emparejamiento  —considerándolo un asunto económico y reproductivo—, las máquinas nos dan la ilusión de buscar nuestra felicidad a través de la compatibilidad selectiva. Hemos dejado de creer en el destino, pero no hemos dejado de creer en la felicidad, un mito más reciente y peligroso.

La huida de la boda en el último momento en El Graduado (1967)
La introducción de las máquinas en nuestras vidas nos lleva de creer en el destino a hacerlo en el algoritmo. El primero está escrito en las estrellas, en la palma de la mano o en los posos del café; el segundo, en forma de programa, grabado en el interior de sus discos y memorias. Ambos son formas de la escritura que rige nuestras vidas dictando nuestras acciones. Solo se ha cambiado la lengua específica —ahora matemática— en que se hace la consulta. En el fondo de todo ello hay un miedo a elegir, a equivocarse, a asumir riegos. Acabaremos llamando emprendedores sentimentales a los que asuman riesgos más allá de lo que digan las máquinas; distinguiremos a los intuitivos de los planificadores.


En el fondo, piensan muchos, no es más que una apuesta, como ocurre con las acciones de la bolsa y enfocan las excesivas fluctuaciones sentimentales como volatilidad. Al amor se le pueden aplicar los mismos estilos bursátiles, con sus estrategias de corto, medio o largo plazo, de venta a las primeras de cambio o de mantenimiento de la cartera.
No debe parecernos extraño puesto que es la forma de elegir lo que define a las personas y las hay que prefieren valores duraderos, que se mantienen en los altibajos del mercado apostando por ellos, y las hay, de trasero inquieto, que se desprenden rápidamente de lo que tienen y les gusta apostar por lo nuevo permanentemente.
Finkel y Karney, los sociólogos sociales, sostienen que

Perhaps as a result, these sites tend to emphasize similarity on psychological variables like personality (e.g., matching extroverts with extroverts and introverts with introverts) and attitudes (e.g., matching people who prefer Judd Apatow’s movies to Woody Allen’s with people who feel the same way). The problem with this approach is that such forms of similarity between two partners generally don’t predict the success of their relationship. According to a 2008 meta-analysis of 313 studies, similarity on personality traits and attitudes had no effect on relationship well-being in established relationships. In addition, a 2010 study of more than 23,000 married couples showed that similarity on the major dimensions of personality (e.g., neuroticism, impulsivity, extroversion) accounted for a mere 0.5 percent of how satisfied spouses were with their marriages — leaving the other 99.5 percent to other factors.*


Se confunde la compatibilidad con el éxito y no es necesariamente, si se piensa un poco, lo mismo. Una vida compatible puede ser de un aburrimiento monumental, que no se venga abajo por las peleas sino por los acuerdos en todo; en cambio puede ocurrir lo contrario, que las discrepancias —dentro de un orden—sean un aliciente. El hecho de que a ambos les guste, como señalan en el ejemplo, las películas de Woody Allen o las de Judd Apatow (Virgen a los cuarenta, Lío embarazoso, etc.) no es garantía de casi nada; la gente no suele pelearse dentro de los cines, sino antes o después. Cuando las personas quieren discutir pueden hacerlo sobre casi cualquier cosa. Es más frecuente que las personas discutan cuando tienen ganas de discutir que cuando tienen realmente motivos para hacerlo. Y eso es algo que los algoritmos de las máquinas no pueden calibrar fácilmente porque dependen de la sinceridad de las respuestas y de la capacidad de los sujetos de conocerse, un deporte poco practicado y con pobres resultados.


Realmente lo que une a ambos miembros de la pareja en estos casos es la creencia en que su destino sentimental puede ser esclarecido por una máquina. Ese es el verdadero punto de unión con todas las implicaciones que conlleva: que sean como sean —les guste Allen o Apatow—, han llegado a un punto en el que no se fían de sí mismos ni de su capacidad de elección. Y la máquina está ahí, firme como una roca, segura de sí misma y apabullando con su datos, para ofrecernos la ilusión de que por encima de nosotros  hay algo que pueden hacernos ser felices eligiendo por nosotros.
Los autores concluyen de forma clara:

None of this suggests that online dating is any worse a method of meeting potential romantic partners than meeting in a bar or on the subway. But it’s no better either.*

El café ha sido sustituido por la pantalla del ordenador, pero el riesgo persiste. En otro artículo de hace apenas unos días, también en The New York Times, otros científicos sociales se preguntaban por el aumento del número de personas que desean vivir solas. Un número muy elevado de parejas, tras su ruptura, deciden no convivir ya con nadie. Ambos trabajos de investigación ahondan en lo mismo: en lo complicado —ya sea por miedo o por comodidad— que se ha puesto esto de la negociación, individual y colectiva, de los sentimientos y la convivencia. Del amor romántico al amor improcedente.

* "The Dubious Science of Online Dating". The New York Times 11/02/2012 http://www.nytimes.com/2012/02/12/opinion/sunday/online-dating-sites-dont-match-hype.html?_r=1&hp

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