martes, 3 de enero de 2012

Entre dos misterios

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
E.L. Doctorow
Escribe el novelista norteamericano E.L. Doctorow en la Introducción de su obra Creadores, una selección de ensayos sobre literatos:

Una novela se escribe a expensas del ser del novelista. Al final, no queda gran cosa de él que no se haya ido en la escritura. Puede que el peculiar destino del escritor sea que, tras escribir durante toda su vida, acabe convertido en un misterio para sí mismo, pues su identidad se ha disuelto en sus libros.* (13)

Es evidente que los escritores, todos ellos unidos por un arte común, no tienen porque coincidir ni en la motivación ni en la trayectoria. Puede, incluso, que lo único que les una sea figurar en las mismas historias. Para Doctorow la escritura es un proceso de vaciamiento, un desprendimiento al final del cual solo queda una bolsa vacía, la mente del escritor despojada de cualquier posibilidad de decir. Ha dado todo lo que llevaba dentro. Idea romántica, sin duda, en la que como le gustaba decir a Baudelaire, el artista se inmola en el altar de su arte, la mariposa que se quema atraída por la llama. Tan solo que aquí el fuego es interior. El arte parasita al hombre vaciándole.

A Doctorow le fascina esa idea de la dispersión de la personalidad, del elemento nuclear que se sateliza o reparte en las creaciones. Cuanto más hay en los libros, menos queda del escritor. La imagen es interesante, pero mucho nos tememos que bastante incierta. El acabar convertido en un misterio para uno mismo no se produce al final de la vida literaria, sino en su inicio, pues no suele ser otro el motor de ciertos escritores que tratan de encontrar en el proceso creativo la explicación de su propio misterio. Se buscan en la creación.
Es precisamente la esencia misteriosa de uno mismo lo que nos lleva a la indagación que es el proceso creativo en sí mismo. Prescindamos de los que buscan fama, dinero o admiración  y nos quedará un reducido número de escritores fascinados por lo que sale de su pluma, personas que nunca soñaron que saldría de ellas lo que sin embargo brota en variables oleadas. Creo que lo que el artista encuentra al final de su recorrido vital es más que con lo que comenzó.


Hay mucho de pericia técnica, de maestría —en el sentido de oficio— en la escritura, pero hay un componente magnético, fascinante, que es el descubrimiento interior de lo que apenas podíamos imaginar que se encontrara allí. La idea del escritor-cebolla, vacío tras abandonar una a una sus capas en las obras, es más una ilusión óptica. Es el efecto de lo acumulado históricamente frente a lo puntual del momento.
Podemos plantear la escritura como un proceso contrario, como un componerse a partir de las capas producidas durante el proceso de creación. Lo que tendríamos al final no es un vacío, sino ese ensamblado de las experiencias vividas durante la elaboración de cada obra. El final sería precisamente la respuesta que buscamos al inicio.
Al principio y al final de nuestra vida somos un misterio. Al comienzo porque no sabemos qué somos capaces de hacer; al final porque no sabemos muy bien cómo lo hemos hecho. Le damos demasiadas vueltas a la vida, que requiere las dosis adecuadas de análisis porque son muchas las cosas que se nos escapan y desconocemos.

Por eso el arte tiene una gran fascinación: nos da la apariencia del control sobre lo que hacemos, hasta el punto de hablar de “creación” y “creador”. Externamente contemplamos con asombro esos mundos ficticios creados por las mentes de personas capaces de poner en circulación mundos y  personajes que viven ante nuestros ojos atentos de lectores. El primer asombrado suele ser el artista, el verdadero, el modesto, el que comprende pronto que controla solo una parte de lo que hace, que crear es un proceso abierto, un intercambio permanente en el que se descubre creando.
Queda por resolver la cuestión esencialista: si ese que resulta es el yo que estaba contenido, como decía Miguel Ángel, en el interior de la piedra, que había estado allí escondido a la espera de que la mano del escultor lo liberara. La cuestión no tiene respuesta o, si lo preferimos, tiene ambas respuestas. Lo que encontramos al final es lo que somos o en lo que nos hemos convertido y será nuestra actitud la que decida el resultado al término, esencia o existencia. Pero aquí las palabras importan ya poco. Lo importante es lo vivido.
El misterio final no es el de la personalidad desaparecida, el apuntado por Doctorow. Es el de la personalidad formada, el descubrimiento de en qué nos hemos convertido en el taller de la vida. Las obras creadas son los eslabones de la cadena, el testimonio de lo que hemos sido paso a paso. Entre dos misterios, lo que queda es la vida convertida en obra. Es lo que dejamos.
 Ars longa, vita brevis, señalaba el aforismo hipocrático. Y concluía el médico griego, la experiencia es engañosa y el juicio complicado. Al final, la obra permanece y su autor se aleja de ella en el flujo inconstante de la vida. Vacío o lleno, según se mire.

* E.L. Doctorow (2007). Creadores. Ensayos seleccionados 1993-2000. Roca Editorial, Barcelona.

Edición americana

Edición española

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