sábado, 31 de diciembre de 2011

El año demo

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Hay tantas cosas que contar en el resumen de este año, del 2011 que hoy acaba. Tantas imágenes acumuladas día tras día. Es imposible sintetizarlo de forma justa sin dejarse fuera cosas importantes. Los dos grandes extremos son, sin duda, las revoluciones árabes y la crisis económica internacional. Entre ambas, crisis de todos los tamaños y motivos. El protagonismo ha sido colectivo, el de los cientos de miles en las calles protestando contra las dictaduras políticas o las económica, contra los salarios o libertades insuficientes. Como muy bien ha señalado la revista Time, el protagonismo ha sido el de la protesta, una actitud más que un hecho. El matiz es importante porque los hechos tienen un aspecto local, en el tiempo y en el espacio, un aquí y un ahora. Las actitudes, en cambio, significan un cambio de estado, una alteración del rumbo hacia un futuro que ya no es el mismo. No estamos en “el año de la protesta”, sino en el año en que se empezó a protestar.

Es algo que los analistas deberán comenzar a contemplar en sus trabajos si quieren entender y explicar algo. La semilla de la protesta ha prendido y es como el aire que se escapa por el pinchazo del globo. Una vez pinchado, no es fácil atrapar el globo, que vuela impredecible de un lugar a otro.
La protesta es una prueba en dos niveles: en el grado de hartazgo que la provoca y en la reacción autoritaria que suscita. Una vez puesta en marcha la protesta, o se acepta o se la combate. El ejemplo de España es claro. Se pasó de las reacciones ridiculizadoras (políticos, medios de comunicación) a las agresivas (Barcelona) para después, aunque no se reconozca oficialmente,  introducir cambios en el mensaje. “Indignados” pasó a ser una etiqueta con sustancia detrás, por más que no se concrete. La “indignación”, aunque se empeñen en ponerle caras, es un estado mental y social, individual y colectivo, manifestación del hartazgo que el sistema liberado de trabas ha provocado en una gran parte de la sociedad.
Aunque muchos rivalizan sobre los orígenes de las protestas, no esa la cuestión relevante, sino su capacidad de contagio, su naturaleza mimética. La protesta es ante todo una forma de autoconciencia, un despertar ante el espejo en el que se ve reflejada una imagen oculta hasta el momento. La protesta en el resultado del pegamento explicativo que une todas las piezas que tenías dispersas en la cabeza. La protesta surge cuando uno dejar de echarle la culpa a la mala suerte y comprende el origen de su desgracia. No es necesario ni que sea verdad. Basta con creerlo, con que la hipótesis sea plausible. Y la gente ha encontrado muchas explicaciones; mejores o peores, pero explicaciones.


Se comprende, una vez más, la importancia que tiene la idea de lo “inevitable” para el control social, ya sea en forma de fatalismo religioso, de determinismo científico o de mano invisible de los mercados. Lo “inevitable” es la obviedad de lo imposible de resolver. Mientras creamos en ello, no surge la protesta. La protesta surge cuando se comprende que el destino tiene nombre y apellidos, una localización concreta (¡Ocuppy Wall Street!, por ejemplo) y se agrupa y radica. Tahrir, Sol, Wall Street… son los lugares en los que uno se enfrenta con lo anteriormente invisible, el lugar en el que se conjuran las fatídicas raíces de lo malo que nos ocurre. Allí todo adquiere sentido.

No es necesario que las protestas tengan una resultado inmediato. En ocasiones lo tienen cuando el objetivo es concreto. Pero es más importante el valor sistémico de la protesta, sus efectos sobre el conjunto de la sociedad, el mar de fondo. Es algo que han comprendido pronto algunos. Otros siguen sin enterarse, políticos e intelectuales conductistas. La protesta es la figura; la insatisfacción, el fondo.
Han protestado o lo siguen haciendo por todo el mundo: los estudiantes chilenos por la educación, piedra angular de la reproducción y filtro social; los egipcios en Tahrir y el resto de las calles y plazas de múltiples ciudades contra una dictadura y el posterior secuestro de su revolución democrática y popular; los sirios contra el tirano que los masacra, los rusos contra los errores contables de las elecciones y la fórmula del gobierno por relevos; los yemeníes…, hasta en China han comenzado hace unos días las protestas. Los analistas decían que China estaba al margen. China es el test del futuro para muchas cosas, igualmente para las protestas.


Ha habido crisis locales, en ciertos aspectos, importantes. La crisis planteada en la izquierda socialista francesa con motivo de la detención de Dominique Strauss-Kahn va más allá de la anécdota de faldas. Ha sido un test para la sociedad y, en especial, para la clase política gala. El veredicto ha sido el rechazo moral, al margen de la cuestión judicial, del ex director del Fondo Monetario Internacional y principal candidato a las presidenciales francesas. Un ejemplo del “efecto mariposa”, en el que lo que ocurre en una habitación de hotel en Nueva York sacude y conmociona a la sociedad francesa, abriendo un debate sobre lo que se les permite a los poderosos. No ha sido el único caso de político defenestrado por escándalos sexuales, ya que hemos visto ingresar en prisión al ex presidente de Israel. La condena a Jacques Chirac hace unos días, aunque sea por motivos muy distintos, ha sido también un duro golpe a la clase política en Francia. En otros lugares de Europa, la crisis político-financiera se ha llevado por delante a los gobiernos de Italia y Grecia de forma directa y algunos más de forma indirecta, de manera algo más elegante. Italia, por las peculiares característica de su ahora ex presidente, ha sido un caso tan especial como él. Los gestores económicos sobrios han desplazado a los histriónicos como Berlusconi. Pero no basta con ser sobrio; hay que saber algo de economía.

Nosotros hemos tenido la “crisis del pepino” que debe ser entendida en el marco de la crisis institucional europea. Por encima del problema sanitario, con sus desgraciadas muertes, ha quedado en entredicho la unidad europea más allá de los problemas monetarios que posteriormente se plantearon en toda su crudeza. Antes de que Angela Merkel y Sarkozy se pusieran a los mandos de Europa, Alemania había patinado estrepitosamente en lo político y en lo científico mostrándose incapaz de establecer un sistema de alarmas coherente que pudiera detectar sus propias responsabilidades. El daño causado a la agricultura española, principalmente, anticipaba ya otros problemas que se irían planteando posteriormente. Europa no funcionaba en más niveles que en la política fiscal.
Nuestras crisis políticas son las de una clase gobernante que se ha profesionalizado en demasía y que ahora aparece como falta de ideas y de capacidad de ilusionar al país. Los casos continuos de corrupción —por trajes, por ERES o por cualquier otra circunstancia— no ayudan a que la sociedad española tenga la alegría e ilusión que la política, en cuanto a gestión del bienestar de los ciudadanos, debería tener. En la medida en que sea capaz de ser permeable a personas e ideas, desburocratizarse como clase, debería ser más eficaz y con mejores niveles de identificación con el resto de la sociedad, distinción que remite a las distancias que percibimos entre ellos y nosotros. Nuestro país vive su propia crisis, que excede los límites de 2011, año en el que no ha hecho sino agravarse por el deterioro general. Pero la nuestra es muy nuestra. En la parte positiva, el fin, aunque difuso, del terrorismo como práctica política.

La “crisis del euro” es la variante europea de la crisis financiera mundial. Quizá no debiéramos llamarla así porque induce a concebirla de cierto modo, pensando que es el euro el culpable en sí, cuando su problema principal es la incapacidad de defenderse de los ataques especulativos que exigen mayores rentabilidades a sus inversiones. En este sentido, esta crisis no es más que el reverso de la moneda de otros focos de ganancias que han quedado agotados. De yacimiento en yacimiento, de burbuja en burbuja, el dinero va buscando aquellos lugares en donde se puede encontrar el máximo rendimiento a sus operaciones. Agotadas las burbujas tecnológicas e inmobiliarias, vigiladas sus actuaciones en los Estados Unidos, el dinero busca la rentabilidad en las deudas nacionales, a las que presiona sin importarle los costes sociales de sus beneficios. Lo que antes se hacía contra las monedas nacionales, ahora se hace especulando contra las deudas. Va demasiado dinero al sistema financiero y menos al industrial que es el que genera crecimiento y empleo. Esto lo ven casi todos, pero muy pocos siente con ganas de cambiarlo. El “capitalismo de casino” ha hecho su agosto; para los demás, invierno crudo.
Como consecuencia, la mal llamada “crisis del euro” es una crisis de los sistemas de defensa ante los ataques sin límites, auténtica base del problema y cuyo origen está en las desregulaciones. No se pueden obviar las propias carencias europeas en su vertebración. Es un problema esencialmente político, ya que surge de las decisiones interesadas de modificar las reglas del juego para favorecer todos estos movimientos financieros que, sin control alguno, nos llevan al desastre en forma de crisis permanente. Europa se ha dormido hace tiempo y ha quedado a expensas de los intereses, muy variables, de diversos sectores. La idea de Europa ha quedado oscurecida por los intereses de los políticos nacionales, que no desean perder ni protagonismo ni poder más allá de un límite. Eso se ha demostrado ya que en el momento de tomar las riendas, no lo ha hecho Europa, sino el eje franco-alemán.

También ha sido el año de las Agencias de calificación, una novedad para muchos. El hecho de que cualquier operación se base en las calificaciones de estas agencias, las ha puesto en el punto mira. Es indudable el papel político que juegan y, sobre todo, el papel poco justificable que jugaron en el pasado en otras crisis financieras. Su protagonismo es una prueba más de que el sistema financiero ha generado sus propias instituciones y las ha situado, a través de los movimientos en el mercado, por encima de las instituciones políticas nacionales. El descubrimiento de que “Money makes the World go round” solo puede haber sorprendido a los que no hayan visto Cabaret o solo hayan visto la segunda parte de Wall Street.
Esto lleva a una profunda crisis institucional en la que los valores institucionales mismos de la democracia están en juego ya que estamos asistiendo a la visión de una clase política, en muchos países que se muestra incapaz de tomar medidas que regulen los mercados, unas veces porque creen demasiado en ellos, en los mercados, y otras veces porque no creen en ellos mismos, como políticos. Los que han prometido la refundación del capitalismo desde ambas orillas del Atlántico, tendrán que medir mucho sus palabras, no sea que se las tengan que recordar con frecuencia.


El argumento del 1% frente al 99%, en su sencillez, ha calado en la gente y ha fundamentado las protestas en muchos lugares del mundo globalizado. Grecia, Irlanda, Portugal, Italia, España… son episodios de la crisis económica que es el resultado de una  forma alegre de hacer política desde la ineficacia económica o de hacer economía desde la ineficacia política. Los políticos han gastado muy mal alentados por un sistema financiero encantado de que lo hagan. Alemania es muy segura, pero deja poca ganancia; mejor apostar fuerte. Los endeudamientos han sido los segundos grandes protagonistas del año junto a los protestantes de todo el mundo. En muchos casos, los endeudamientos han sido las causas directas o indirectas de las protestas pues ese era el origen de los recortes económicos que se están padeciendo. La deuda, como en la novelas de Dickens, lleva a padres e hijos a las cárceles. La insolvencia individual y nacional nos han convertido en pensionistas y visitantes de casas de empeños, en liquidadores a precio de saldo de inmuebles y negocios, en jugadores esperanzados de lotería.
Podrán engañarse algunos pensando que 2011 ha sido un año excepcional e insólito. Nada más lejos de la realidad. 2011  ha sido un año de una lógica aplastante. Se ha recogido lo que se había cosechado. Simplemente, lo ha hecho de forma global y concentrada. A cada uno le ha tocado lo suyo.
Mitad esperanza, mitad desesperación, 2011 ha sido el año demo de lo que nos depara el futuro.





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