domingo, 2 de octubre de 2011

Mi cafetera y los políticos

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Compré no hace muchos días una cafetera. Me gusta el café y hago mis mezclas y combinaciones para ir sacándole el gusto especial a cada taza y disfrutarla. Pequeños placeres de la vida. La cafetera que compré, según prometía en su estudiado y comunicativo embalaje, era silenciosa, con dispositivo antigoteo y con 18 bares de presión, tres más que la anterior sustituida. La cruda realidad es mete un ruido endiablado, gotea y el café sale más clarito que con la anterior.
Cuando me hago un café, me quito el sueño yo por tomarlo, y se lo quito a los vecinos, a los que despierta el infernal estruendo, el “silencio” prometido en la caja. La vibración es tal que cuando pones dos tazas una de ellas se aleja de la otra y tienes que vigilar que no caiga el café fuera y lo ponga todo perdido. Prepararme un café tempranero es un cargo de conciencia por si hay alguien durmiendo en varios kilómetros a la redonda.
Puede que les parezca que yo exagero, pero quien exageró realmente fue la caja, que vendía unas bondades inexistentes. Es cierto que el concepto de “silenciosa” es relativo, pero aunque tengamos un concepto variable de lo que significa, difícilmente podría considerarse así. Lo mismo ocurre con lo del “antigoteo”: ¿significa ni una gota? ¿O debo entenderlo como, por ejemplo, con “anticorrupción”, más bien a posteriori? El hecho es que gotea.

Mi cafetera es como la política. Mucho ruido, mucho vapor y poca presión. Eso sí: la caja preciosa.
Quizá para algunos resulte difícil hacer una campaña electoral sin prometer. Puede que se les haga cuesta arriba salir a un estrado y enfrentarse un público sin prometerle nada. Puede que muchos no sepan qué hacer sin prometer o insultar,  que es el plan B de la retórica electoral española, lo primero que aprende el candidato en esa escuela del verbo fácil y las malas costumbres que es la formación política mediática. “No seas concreto si te aprietan; promete más que los otros; y, finalmente, insulta, descalifica y pon motes, que la gente se ríe y son más fáciles de recordar”, parece ser el resumen de ese curso acelerado que les dan, pero que les dura toda la vida política a algunos.
Siguen sin entender que ya se han acabado los tiempos de las promesas y los endeudamientos, que ya no queda mucho que prometer, ni euros ni regalos ni puestos. Queda poco en la bolsa y no hay que jugar con las esperanzas prometiendo para el futuro lo que no se ha cumplido en el pasado. Se cambia de candidato, pero no se cambia de discurso.
La sociedad ha madurado y pide realismo y sinceridad; la economía ha hecho cambiar la situación de todos. Europa ya no se puede permitir los políticos que se entrampan con promesas electorales demagógicas. Ni Europa ni nosotros. Prometer sin fundamento, sin ton ni son, es ir hoy contra la realidad, además de contra el sentido común. No existe una Europa del Norte y otra del Sur. Existe la Europa demagógica y la Europa realista; la que cumple lo que se promete porque no ha prometido nada irreal y la que promete sin poder cumplir y se entrampa arrastrando al resto de la sociedad.


La sociedad española está reclamando, por encima de las ideologías, una reescritura de la política, un cambio de actitud para el bien de todos. Hay margen para las ideologías, pero no hay margen para la demagogia. La maduración social se ha producido precisamente como confrontación con esa especie de promesa fácil y demagógica. Los políticos no están para decir a la gente lo que quiere escuchar. Están para decirnos lo límites de lo que es posible hacer con la realidad existente. La deuda es una buena muestra de ello desgraciadamente.

Es triste y deprimente ver las mismas fórmulas del insulto, la descalificación, la atribución de méritos a unos y otros, con que las campañas electorales nos deleitan ojos y oídos, a falta de hacerlo con el intelecto.
Ningún político sensato debería abandonar el horizonte de la crisis en la que nos encontramos. Hemos padecido el vicio político del ocultamiento sistemático del fondo y la realidad de los problemas, que pueden caernos encima en cualquier momento. Lo que aquí escuchamos no tiene nada que ver lo que vemos fuera y eso ya no es aceptable. Algunos dirán que los de aquí saben más, pero el hecho es que se cumple lo que otros dicen, sus diagnósticos, y no lo que nos cuentan en casa.
Por eso es exigible que se modifiquen los discursos. Es la única forma de poder afrontar un futuro con garantías, que lo que se diga y se haga no sea una forma de hipotecarnos en generaciones. Salimos de una etapa, que podríamos llamar de eufemísticamente de “optimismo discursivo”, pero debemos entrar en una nueva en la que se asuma el realismo por los políticos para recobrar una confianza en gran medida perdida. No hay ilusión hoy. El que se vote no debe entenderse como un aval para la clase política, sino como el reconocimiento de la política democrática como forma de expresarnos los ciudadanos y de actuar socialmente. Pero no hay entusiasmo. Nosotros cumplimos. No se puede decir muchas veces lo mismo de los políticos.
Sé que tendré que cargar una temporada mi cafetera, luchar con ella para obtener esa taza de café que me gustaría saborear. Buscaré mil formas para tratar de evitar que haga tanto ruido, revisaré las instrucciones. Me queda la opción de la garantía y devolverla. Algo que no se puede hacer en la política. Siguen echando humo, metiendo ruido y algo descafeinados.

Políticos coreanos que siguen atentamente la política española

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