domingo, 25 de septiembre de 2011

Un libro: La muerte del capital, de Michael E. Lewitt

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Conforme va aumentando y extendiéndose la crisis económica, se amplía el abanico de propuestas interpretativas tras el análisis. Y en estas propuestas crece el convencimiento de que las causas profundas de esta crisis son de orden moral. Cuando los expertos realizan la labor de procesar el escenario del crimen, con la víctima presente, las primeras pruebas apuntan hacia los mismos sospechosos. Como en esas viejas películas sobre Jack el destripador en las que se nos cuenta que todos conspiran para encubrir a psicópatas personajes de la nobleza, aquí ocurre algo similar. Los causantes de este estropicio general están siendo identificados por los testigos: unos son humanos y otros cibernéticos, unos de carne y hueso y otros matemáticos, pero todos están animados por los mismos motivos, una mezcla de codicia y desidia, de ausencia de cálculo y de disparate intelectual.
En este contexto de autopsias económicas, nos llega el libro de Michael E. Lewitt, La muerte del capital*, una obra atípica dentro de los análisis presentados. Y es atípico por la propia personalidad del autor, analista económico, inversor y conocedor de otras aristas de la naturaleza humana por su perfil universitario, que —se diga lo que se diga— nos muestra también los intereses en la vida y educa nuestra visión del mundo. Por eso no me parece irrelevante y, por el contrario, sí interesante que a su formación económica y profesional en el mundo de las finanzas, Lewitt sume estudios en Historia y  Literatura comparada por la Universidad de Brown que, además de ser una magnífica universidad, tiene grandes profesionales en ese campo. Considero y es parte de la propia argumentación del autor, como podremos apreciar, que la situación excede las líneas divisorias académicas y profesionales y requiere unas perspectivas más amplias. Por eso creo que no es irrelevante la formación paralela a la profesional de Lewitt.
El propio autor señala en las intenciones de la obra:

La muerte del capital se basa en el supuesto de que las disciplinas, íntimamente ligadas, de las finanzas y la economía son campos de pensamiento que forman parte más de las humanidades que de las ciencias. Por eso, para entender las causas y las consecuencias de la crisis financiera de 2008 debemos ahondar en los cimientos intelectuales y morales del pensamiento y las conductas que dominan los mercados modernos. (56)

Encontrar la perspectiva adecuada, los métodos y el lenguaje en el que han de ser analizadas y expresadas las cosas es esencial para obtener resultados que sirvan realmente para algo. La idea de utilidad en el caso de la actual y profunda crisis económica en que nos encontramos es importante porque no se sale de ellas con análisis inadecuados, sino con autopsias que nos revelen, sin delicadeza, las causas del crimen.



En reseñas anteriores, cuando hemos tratado obras sobre economía, hemos intentado comprender las causas de las crisis a través de la “complacencia” o “satisfacción” insolidaria (Galbraith), de la incapacidad de enfrentarnos al futuro con seguridad (Keynes) o teniendo en cuenta la ausencia de racionalidad en las decisiones con los “espíritus animales” (Keynes y Akerlof y Shiller). La obra de Levitt participa de gran parte de estos principios que, podríamos decir, constituyen ya un frente intelectual contrapuesto a otra forma de entender y hacer funcionar la economía: la reintegración de la economía en lo moral y social en sentido profundo, más allá de reduccionismos utilitaristas.

Michael E. Lewitt
De La muerte del capital se extrae la conclusión que los principales criminales, metafóricos y reales, implicados en el asunto han sido la deliberada creación de opacidad financiera para conseguir que se sustrajera un elemento esencial en el campo de la decisiones económicas, la información, y el crecimiento desproporcionado de lo financiero sobre lo productivo. Ambos aspectos son puntos esenciales de todo este desarrollo malsano que se ha llevado, se está llevando y se llevará por delante a personas y países, al mundo entero, y del que tardaremos más de lo que nos cuentan en salir.
La hipótesis de que el funcionamiento de los mercados se basa en la transparencia se ha visto truncada desde el interior de los propios mercados en los que, ciertos sectores, han desarrollado toda una ingeniería de la ocultación, una estrategia de fabricación de “productos financieros” opacos e incomprensibles para los agentes, pero útiles para sus fabricantes, que obtuvieron una extraordinaria rentabilidad a estas burbujas, a estas pompas de jabón cuyos estallidos son demoledores. Los conocedores, los ingenieros financieros, han arrastrado hacia este mundo oscuro, irreal pero dañino, millones de dólares y euros o lo que hiciera falta, en un movimiento de prestidigitación que ha hecho desaparecer cantidades ingentes de capital transformándolo en otra cosa.
Que este “lado oscuro”, opaco, haya conseguido captar tales cantidades de dinero no ha sido el único problema. Ha provocado un desequilibrio en el que la especulación ha desbancado a la producción. El capital ya no se mueve para producir, sino que pasa por diferentes trasformaciones financieras sin que llegue a tener contacto con la economía real. Y es esa realidad la que se encuentra descapitalizada. ¿Qué sentido tiene invertir en fabricar algo, si se puede obtener mayor rentabilidad invirtiendo en estos productos financieros fantasma? La respuesta es moral: invertir en producir es un acto social, que refuerza el sistema de producción y del que se benefician más personas a través de lo producido y de los salarios del trabajo. El capital tiene su efecto por el conjunto de la sociedad. De otra forma no sale del sistema informático, del mundillo de los operadores interconectados.


Las partes más interesantes de la obra (en mi opinión), que es valiosa en su conjunto, son aquellas en las que se realiza precisamente el análisis reflexivo sobre lo que es el “capital”, sobre cuál es su sentido y fundamento, y las distorsiones a las que se le ha sometido. Para ello Lewitt parte de la relectura de cuatro grandes pensadores que aportan una visión poliédrica del “capital”: Adam Smith, Karl Marx, John Maynard Keynes y Hyman Minsky. Del análisis se desprenden algunas de las ideas principales que van a dirigir los movimientos de la obra: la necesidad de una moralidad económica, la confianza como base del funcionamiento económico, el distanciamiento del capital de la realidad, y la inestabilidad inherente a los mercados, son algunas de ellas.
El desastre económico en el que vivimos es una suma de ignorancia, pobreza intelectual, falta de moralidad y de sentido de futuro. Pero también un síntoma del alto grado de dependencia que el sistema político ha adquirido con ese sistema inmoral, que se defiende mediante influencias de las posibles y necesarias regulaciones para acortar su poder.
Escribe Lewitt refiriéndose al exceso de financiarización de la economía:

La historia está repleta de ejemplos de economías financializadas que se desplomaron sobre la cabeza de sus financistas y de los que las hicieron posibles desde los gobiernos, forzándoles a recurrir a medidas radicales, diseñadas para apuntalar el crecimiento a corto plazo, pero que fracasaron en su intento de crear los cimientos adecuados de un crecimiento a largo plazo. La financiarización es un signo de que las políticas económicas han fallado a la hora de crear las condiciones de un crecimiento orgánico sólido. En cambio una economía dominada por el capital financiero se caracteriza por una dependencia de la deuda más que de la financiación del patrimonio y de inversiones especulativas más que productivas. Estas actividades resultan de unos incentivos muy distorsionados y plasmados en forma de ley por los políticos quienes están directa o indirectamente comprometidos con los agentes de la financiarización mientras trabajan para el gobierno y después se retiran con prebendas otorgadas por el sector privado (160-161)

El pasaje es de sumo interés por las implicaciones que tiene en países como el nuestro. Todo este desastre no se habría producido —y en esto coinciden prácticamente todos los analistas— si no se hubiera cedido a las presiones para desregularizar el sector financiero, si no se hubiera abierto confiadamente la caja de Pandora, como se hizo en Estados Unidos mediante la derogación de leyes que reducían los posibles efectos dañinos de un exceso de finanzas sobre la economía real. Lo que se aprobó por las diferentes administraciones norteamericanas se extendió por todo el mundo como consecuencia de la globalización y la conversión del planeta en un gigantesco parquet. Un riesgo desmesurado frente a la prudencia razonable campeó por todas partes.
El hecho de que los causantes del desastre sigan sin responsabilidades legales en la mayoría de los casos no es más que la demostración de que la clase política, directa o indirectamente, como señala Lewitt, se ha dejado seducir o engañar por las promesas de estos magos de las finanzas que han sido capaces de prometer lo que hiciera falta con tal de que el mundo se convirtiera en su escenario de juego financiero.

Para mí lo más grave de esta crisis es la demostración de las carencias de nuestras clases políticas para defender a los ciudadanos de estas situaciones. Al margen de las afirmaciones de Lewitt —aunque no en su contra, más bien en coincidencia—, constatamos la pobreza intelectual y debilidad, la carencia de visión de futuro, de nuestras clases políticas. En este blog hemos insistido en que este es un problema político de primer orden, al margen de cualquier demagogia o partidismo. Tenemos un grave problema en nuestra forma de selección de nuestra clase política: no elegimos los mejores, sino aquellos que los partidos políticos nos presentan en una papeleta. Lo que se ha conseguido con esta forma de llevar los partidos es una endogamia absoluta y un cierre hacia la sociedad civil; lo que nos ofrecen son personas que han entrado en los partidos con acné juvenil y salen con canas. Los partidos no pueden ser empresas, sino que deben estar abiertos a la sociedad mediante formas de debate interno y público para que los ciudadanos sepamos quién tenemos delante, sus ideas y su capacidad de garantizar nuestro futuro, que es realmente lo que ponemos en sus manos cuando les votamos. No pueden ni deben convertirse en casta. Por eso es preocupante esa negativa a debatir en congresos, organizar primarias, a resolver las cosas en despachos  prescindiendo de la luz pública, que es el derecho que tenemos los ciudadanos a saber qué hacen, qué piensan o sienten las personas a las que damos nuestros votos.
Una clase política endogámica e inexperta es presa fácil de su propia inexperiencia vital (muchos no han tenido más empleo y experiencia que su militancia) y nos arrastran en sus errores. También son presa fácil para los tiburones económicos que los manejan a través de lobbies, como es característico del sistema norteamericano y se ha ido extendiendo hasta Europa, donde tenemos un auténtico problema en las puertas del Parlamento Europeo, como ha sido ya denunciado por los propios parlamentarios, que exigen una ley que regule las presiones que reciben para que legislen a favor de los grupos económicos y no de los ciudadanos.



Hemos llenado el mundo de tiburones y reducido las reglas a una: vale todo. Los efectos son estos, una crisis de alcance imprevisible aunque de efectos constatables. Junto a los efectos económicos, están esos efectos morales que la ausencia de compromiso con la realidad y la sociedad traen:

La financiarización también puede entenderse como la «monetarización de valores», a través de la cual toda conducta se mide según si produce lucro, no si es económica o socialmente productiva o coherente con las leyes tradicionales de la moralidad. Conductas como la de los analistas de Wall Street, que vendían acciones que ellos mismos estaban tirando a la basura durante la burbuja de Internet, o la de los prestamistas hipotecarios que concedían créditos a prestatarios a pesar de saber que no podrían pagarlos, fueron toleradas e incluso fomentadas por sus supervisores, que obtuvieron enormes beneficios de su comportamiento no ético. (162)

Por esto, el arreglo de la economía necesita de un arreglo moral, un movimiento interno que sea consciente de que si no se trabaja con la idea de bien público, los efectos son desastrosos. Pero es la idea de “bien público” lo primero que han matado, sembrando el egoísmo como forma de comportamiento, incluso privatizando la solidaridad.
La regeneración de todo un sistema que ha hecho de la amoralidad o de la inmoralidad su bandera no es fácil y solo puede pasar por dos caminos: la educación y la política, es decir, por la redefinición de los objetivos personales y sociales, el intento de no disociar ambos porque, de mantenerse la separación, el desastre está garantizado. Solo podremos tener buenos políticos si formamos buenos ciudadanos, y viceversa, solo podremos tener buenos ciudadanos si tenemos buenos políticos, pues es a ellos a los que compete, siguiendo a la sociedad, promover los objetivos de mejora del conjunto.

Con su formación como historiador, que también la tiene, Lewitt nos señala algo importante y que se olvida o desconoce: las sociedades entran en proceso de descomposición —y así han desaparecido muchas culturas— cuando pierden su empuje productivo y se vuelven financieras. El capital sale de la sociedad, de la circulación social, deja de transformarse en objetos en los que se aplica nuestro esfuerzo, nuestro trabajo y creatividad, y se convierte en un fantasma. La sociedad se paralizará porque se paraliza el movimiento del capital, que circula ahora por los caminos cibernéticos, lejos, en otra dimensión artificial. De ahí que Lewitt dedique un buen número de páginas al concepto de “fetiche” que Marx explicó, al desaparecer la “mercancía” convertida en fantasmal información que, paradójicamente se oculta a sí misma en su opacidad.
De seguir así, ya no será el “capital” el que muera, escamoteado de su función social, perdido entre bits, ausente de la realidad, sino la sociedad misma como concepto integrador. Jean Baudrillard habló del "crimen perfecto", operación mediante la cual se mata la realidad y se sustituye su cadáver por el simulacro. Lewitt habla en cierto sentido de forma similar de la muerte del capital. El predominio de lo financiero es la muerte del "capital":

[…] en la actualidad el capital se ha alejado hasta tal punto del trabajo que ha perdido su carácter esencial como fuerza motivadora para mejorar la vida humana (65)

Un libro que merece una lectura detallada y atenta porque todo lo que nos haga pensar sobre lo que nos ocurre podrá servir para ayudarnos a salir de dónde nos lleva el no pensar.

* Michael E. Lewitt (2011): La muerte del capital. La esfera de los libros, Madrid. 371 pp. ISBN: 978-84-9970-060-1


Contraste la diferencia de enfoque entre la portada USA y la española

2 comentarios:

  1. Muy interesante, Joaquín. Con tu permiso, lo he compartido en mi muro de FB.
    Un abrazo.

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  2. Por supuesto, Bel. Gracias por leerlo y compartirlo. Un saludo

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