domingo, 11 de septiembre de 2011

11 de septiembre

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Para muchos el siglo XXI comenzó el 11 de septiembre de 2001. Pero quizá sea más adecuado pensar que terminó el siglo XX. No es exactamente lo mismo, aunque pudiera parecerlo. El siglo XX ha sido un siglo de grandes locuras porque el mundo se hizo pequeño de golpe, pequeño por el transporte aéreo, pequeño por las armas nucleares, pequeño por las telecomunicaciones, pequeño por el alcance de los medios como la radio y la televisión. Por primera vez, el hombre pudo contemplar la pequeñez y belleza de su mundo desde su satélite y lo vio pequeño.
El siglo XX ha sido el tiempo del encogimiento del mundo y de esa reducción del espacio físico y mental han surgido las grandes fricciones y desencuentros, las grandes agresiones —con armas capaces de destruir el mundo como fondo— y los conflictos de civilizaciones por las rupturas de los muros que habían separado hasta el momento los mundos parciales que habíamos construido en lo que pensábamos un planeta grande.
El siglo XX terminó con un acto en el que se concentraban todos los desajustes que había producido el mundo hasta la fecha: con un choque cultural traducido en la conversión de aviones en bombas humanas, destruyendo el centro financiero internacional, y retransmitido en directo a todo el mundo por la televisión. El 11-S fue el acto total del siglo XX, la performance de todas sus locuras y desajustes.

Diez años después, el mundo es otro y acabamos de asistir —incrédulos, todavía lo tenemos delante— al levantamiento de las poblaciones de muchos países árabes contra sus tiranos camino de una democracia que les haga encontrarse con la Historia. Y lo hacen en nombre de sus propias libertades y deseos de vivir. El camino no ha hecho más que empezar y tienen por delante el encuentro con sus propios fantasmas, con sus propios miedos. Tienen que resolver el cómo restaurar una identidad con la que han jugado sus propios dirigentes manipulándola hasta el extremo para llevarlos a la dependencia dirigiendo sus filias y fobias según los intereses del momento. Los países que iniciaron sus revoluciones descolonizadoras en el siglo XX vieron traicionadas sus expectativas por unos dirigentes que los han llevado, según convenía, del nacionalismo al internacionalismo islámico, de la prohibición de los partidos confesionales al estado teocrático.
A Osama Bin Laden le cupo el dudoso honor de echar el cierre al siglo XX en su forma más cruenta y negativa. La única ventaja es que abrió los ojos a los que no querían seguir por el camino de locura, dejando los extremismos en manos de los extremistas. Los retos son grandes porque la tentación de la violencia sigue prendiendo en muchos lugares. Es manera más fácil de manipular a los pueblos para seguir manteniéndolos en la miseria y a los dictadores en la riqueza.
Para que el siglo XX se cierre definitivamente, es necesario que el mundo deje de ser un inmenso lugar de injusticias. La mentalidad que ha regido nuestro planeta y lo ha contemplado como un gigantesco campo de batalla o como un gigantesco lugar de explotación económica, tiene que cambiar y enfocarse como un espacio de convivencia basado en el respeto y la responsabilidad de todos. Debemos asumir definitivamente que el mundo es pequeño.
En un mundo en el que es inútil construir muros por más que algunos se empeñen, la única solución es apostar por la convivencia y tratar de mantenerla a través de espacios de diálogo en el que se puede evolucionar conjuntamente.


La otra del fanatismo cara del 11-S está, diez años después, en el crimen de Noruega que ha sacudido de nuevo todas las conciencias. El ejemplo de la sociedad noruega, reafirmándose en sus convicciones y deseos de convivencia, debe hacernos reflexionar sobre el negro futuro de un mundo que se base en el odio y el enfrentamiento. Con esas actitudes lo único que se consigue es el desarrollo de identidades asesinas, tal como las calificó Amin Maalouf, deseosas de derramar sangre. Construirse en el odio es, en realidad, destruirse, convertirse en una máquina de matar sin identidad, incontrolada, que nos arrastra al desastre.
Las sociedades tienen la obligación de esmerarse en la construcción un mundo atento a las injusticias y en el que se respeten los derechos. Más allá de la vigilancia, está el deseo de acabar con situaciones que ya ni la historia ni los intereses pueden justificar. La injusticia, en un mundo global, nos compete y nos salpica a todos sin excepción, tanto a los que la ejercen como a los que la consienten. La defensa que las democracias han hecho de los pueblos, mediante apoyo directo o presiones internacionales, de su derecho a buscar la libertad ha sido un gran paso adelante. Muestran que el camino es otro y que el mundo puede ser, incluso en su pequeñez, habitable con buena voluntad. 
En nosotros está abrir las manos o cerrar los puños. El mejor homenaje a los muertos es dedicarles la paz.

El Memorial del vuelo 93 en el lugar donde se estrelló


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