domingo, 21 de agosto de 2011

Un libro: Estado de vigilancia. Crítica de la razón securitaria, de Michaël Foessel

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La invocación de la “seguridad” se ha convertido en una característica del estado moderno o, para ser más precisos, la “seguridad” ha sido elevada a razón de estado. Los ejemplos que la realidad más inmediata nos ofrece cada día son múltiples y variados. Es la “seguridad” lo que invoca un dictador como Bashar Al-Assad para masacrar a su pueblo o es “seguridad” lo que exigen los inversores frente a las “inseguridades” que el  mercado les plantea. Es el deseo de seguridad el que eleva muros en la frontera de los Estados Unidos con México o en la franja de Gaza o el que lleva a Dinamarca  a levantar de nuevo sus fronteras interiores. “Seguridad” se ha convertido en una palabra clave.
El libro de Michaël Foessel se centra en el concepto de seguridad pero prefiere adentrarse en el mundo de los conceptos, en especial las tesis fundadoras de Thomas Hobbes sobre el miedo y la seguridad, como elementos constructores del estado y generadores de la voluntad social de convivencia. En este sentido, la obra prefiere el debate sobre el mencionado Hobbes,  Rousseau, Kant, Voltaire, entre los nombres ya clásicos en este ámbito, y sobre Schmitt, Foucault,  Habermas, Sen y Jonas entre los más recientes, que adentrarse en los ejemplos cotidianos. Quizá no era fácil escapar de la atracción, en el sentido gravitacional del término, que suponen Hobbes y Kant, a los que se regresa quizá en demasía a lo largo de la obra, ya que son su campo propio de trabajo.

Michaël Foessel
La obra, manteniendo su interés, desaprovecha —por cierta tendencia al debate academicista— los problemas reales que se plantea en ocasiones como ejemplo.Da la impresión de haber fijado unos temas centrales abstractos en cada uno de los capítulos y de no haber sido capaz de escapar a esa fijación conceptual en ninguno.
Comienza Michaël Foessel señalando un estado general: el debilitamiento de lo político como característica de nuestras sociedades actuales. Desde ese punto, nos indica algunos de los interrogantes que le llevan a la escritura:

Este libro trata precisamente de la relación entre la intensificación de la exigencia de seguridad y el desencanto respecto a la política y el derecho. No se trata de definir de nuevo las formas contemporáneas de la vigilancia, de sus técnicas y de una seguridad en expansión de la que los sujetos son víctimas cada vez más a menudo. Nuestro problema es más simple y tal vez más inquietante: ¿cómo explicar que las medidas de seguridad, de las que la construcción de muros no es más que un aspecto, se hayan impuesto con tal evidencia? ¿Por qué la banalización securitaria se ha convertido en el instrumento principal de legitimación de las políticas públicas y de las iniciativas privadas, hasta el punto de que ningún aspirante al poder puede permitirse la más mínima «inocencia» sobre el tema? ¿Cómo comprender que el deseo de protección sature el horizonte sin que, mientras tanto, se ofrezca al ciudadano ninguna protección democrática y social real? (23)

Foessel, como señalamos, se pregunta por un doble movimiento aparentemente contradictorio entre el establecimiento del estado neoliberal, en el que son prioritarias las desregulaciones, y la exigencia de seguridad permanente que observamos. Este es quizá uno de los aspectos más interesantes de la obra.
En efecto, es un hecho esta doble demanda que se percibe hoy en muchas instancias. En la obra de John Kenneth Galbraith que tuvimos ocasión de reseñar la semana pasada en el blog, ya se advertía que la “cultura de la satisfacción” consideraba el “militarismo” —entendido como autonomía de gasto y capacidad de acción— como una de las características aparentemente contradictorias de esta nueva sociedad. Se desmantela el Estado, pero se mantiene el estamento militar creciente ante la invocación de las amenazas exteriores. Los enemigos se tienen o se inventan, nos decía Galbraith.


El equivalente a ese “enemigo exterior” que justifica el gasto y el poderío militar —además de los negocios que permite a la industria— es el “enemigo interior”. Con una observación importante: como bien señala Foessel, la demanda de seguridad se justifica ante los temores de un terrorismo transnacional más que internacional. Si algo caracteriza a nuestra sociedad globalizada es la indefinición de las amenazas según las líneas claras y definidas de antaño. Uno de los elementos que más intensifican las demandas de seguridad es precisamente la incapacidad de distinguir al enemigo, al perturbador del orden. Es de esta incapacidad de donde viene el exceso, traducido en medidas preventivas, anulaciones provisionales de derechos fundamentales, renuncias a libertades, etc.

[…] utilizo «Estado de vigilancia» para designar el continuo que relaciona hoy en día a los ciudadanos con sus representantes. La insistencia con la que se denuncia la crisis de la representación y el abismo que no deja de crecer entre los gobernantes y el pueblo, tiende a disimular el tipo de vínculo afectivo que caracteriza nuestras democracias. Hay que distinguir por tanto el descrédito en que ha caído la política de la demanda efectiva de que sigue siendo objeto. La autoridad del Estado puede estar en crisis, pero los mecanismos de identificación con la «nación» o con «patria» no han desaparecido. Tal vez se hayan incluso reforzado al debilitarse las exigencias de progreso social. El tema de la seguridad permite precisamente mantener ese discurso de identidad inmediata entre el pueblo y sus gobernantes: la seguridad es un objetivo que todos pueden compartir y así se reconstruye una ficción de unidad de la que no está permitido dudar. (28)

El “Estado de vigilancia”, que supone la reducción neoliberal de las funciones del estado hasta dejarlas reducidas a la “esenciales”, convierte la seguridad en un elemento de primer orden. El mantenimiento preventivo del desorden justifica muchas acciones y reducciones en el ámbito social e individual, hecho especialmente cierto en la sociedad internacional surgida tras el 11-S, acontecimiento que cambió el rumbo de la sociedad internacional.
Sin embargo, la idea de seguridad va más allá de lo que es la violencia. La “vigilancia”  es un concepto “tutelar” aplicable en muchos más ámbitos y que nos muestra el concepto que se tiene de los poderes y de su función dentro de los sistemas sociales. Vigilar es ser depositario de la función de control que es esencial en la conversión cibernética de los sistemas sociales. La figura del vigilante se escinde entre los vigilantes institucionales y la necesidad, también neoliberal, de ser vigilante permanente. No entra demasiado —si forma general— Foessel en este aspecto, que es, sin embargo  esencial en nuestras sociedades modernas. La proliferación de instituciones públicas y privadas dedicadas a la vigilancia y control de lo cotidiano —por ejemplo las asociaciones de consumidores—, nos hace ver que la desregulación permanente no es más que un traslado de la responsabilidad de la vigilancia del estado a los agentes sociales. Lo que desde la Filosofía permite hablar de “estado de naturaleza” puede ser definido, lisa y llanamente como un regreso a la jungla, desde la superposición efectiva de sociedad y mercado. Por decirlo así, una parte de la seguridad se transfiere del estado al ciudadano como una competencia. En la medida en que la idea de sociedad desaparece como elemento aglutinante porque se necesita una concepción estrictamente competitiva de las relaciones sociales, la vigilancia vuelve a ser cuestión de supervivencia. La vigilancia pasa a ser necesaria porque la agresión es el elemento natural en las relaciones sociales. No existen más que dos vínculos sociales, el de los enemigos o el de los aliados, siendo el primero el “natural” (es natural competir) y el segundo el “social” o “cultural” (la alianza es una confluencia de intereses para competir). El estado pasa a ser árbitro  porque el juego social es agonístico, se basa en el enfrentamiento.

La política pasa a ser la propuesta de nuevas formas de arbitraje respecto al juego social, de nuevas reglas que regulan las posibilidades de los jugadores. Como ocurre en el deporte, el modelo neoliberal de estado es el del árbitro discreto, que no se haga notar sobre el terreno de juego. Pero lo apuntado por Foessel respecto a las identidades tiene también sus consecuencias. El público no se identifica con el árbitro, sino con los jugadores. Solo se acuerda del árbitro cuando se siente atacado o injustamente tratado, que pasa a ser casi lo mismo en estos términos. ¿Cómo identificarse con un Estado que deja fuera casi todo y solo se centra en la seguridad y sus formas múltiples de aplicación? Las respuestas son las formas emocionales de implicación social, los nuevos nacionalismos, etc.
La seguridad se ha convertido en un eje de la vida política y pública. Es fácil invocar amenazas cuando se crea un sistema que se basa en la amenaza y en la inseguridad. Si creamos un sistema inseguro, es lógico que se demande seguridad, si bien en términos muy especiales.
Estamos asistiendo estos días, desgraciadamente, a tres ejemplos en los que se puede ver el concepto de seguridad llevado al extremo: la crisis financiera, las sublevaciones en los países árabes y los disturbios en Reino Unido. En el primer caso, la crisis es debida a la falta de medidas de “seguridad” para la prevención de que ocurran situaciones como esta y se solicita “regulación”, es decir, vigilancia y control de los mercados financieros. En el segundo caso, en nombre de las conspiraciones internacionales y nacionales, se invoca la seguridad como objetivo para la represión del propio pueblo, que es convertido en facción cancerígena y al que se le aplican con toda dureza los recursos de seguridad disponibles (policía, ejército, jueces, etc.). Finalmente, se interpreta en términos de seguridad y criminalidad una serie de incidentes de origen múltiple y consecuencias claras en el Reino Unido. El concepto de seguridad en estos tres casos, con sus variantes obvias, nos muestra cómo ha pasado a jugar un papel esencial en la forma de enfocar las situaciones. Vigilancia de los mercados, vigilancia militar y vigilancia policial con sus características específicas en casa caso: regulaciones, represión política y represión policial.
Escribe Foessel:

La vigilancia nunca se habría convertido en un ethos mayoritario si los tres últimos decenios no hubieran sido los de la introducción de los horarios flexibles, el debilitamiento de las garantías ligadas al contrato de trabajo y la subcontratación con empresarios independientes y socialmente debilitados. De un régimen así ya no se puede esperar protecciones institucionales; hay que crearlas individualmente amasando informaciones sobre el estado del mercado. (144)

Siendo cierto esto último, también lo es —como el propio autor señala en otros momentos de la obra— que la historia del siglo XX ha estado presidida por la necesidad de enfrentarse a diferentes peligros que desbordaban las situaciones anteriores, como fueron el peligro nuclear y la Guerra fría. La creación de un clima agresivo, ya en lo social o en lo internacional, en lo económico o en lo militar, ha insertado el miedo en la realidad y en los discursos políticos sobre la realidad. Es el miedo el que exige vigilancia y la vigilancia protección. Se forma así una espiral en la que se va renunciando a derechos y elevando barreras aislacionistas generando una psicosis social por la inseguridad.


Lo malo del discurso de la vigilancia permanente en el que nos vemos insertos es que esas demandas obsesivas se vuelven contra nosotros, que sacrificamos libertades; contra los otros, de los que debemos protegernos como primera medida; y acaban generando una forma perversa de relaciones y percepción de lo político, que deja de ser constructivo y pasa a ser defensivo.

Todo sucede —escribe Foessel— como si no teniendo gran cosa que ofrecer en términos de protecciones económicas, los gobernantes hubieran abordado el campo del miedo a golpes de legislaciones penales, de discursos marciales sobre la delincuencia y de muros que, más que proteger a los ciudadanos, sirven para esconder la debilidad de las naciones. (89)

Lo más preocupante de todo ello es algo que no se nos escapa a la vista de lo que está ocurriendo en muchos lugares del planeta: el aumento del nivel de descontento social y las formas de su represión. El ejemplo de lo ocurrido en los países árabes es una buena muestra de ello. Las instituciones son llevadas hasta el extremo de enfrentarse a su propia incongruencia social, desvelándose el uso fraudulento y usurpatorio que pueden llegara a tener en manos de gobiernos que han ido reduciendo las libertades de sus pueblos. Insisto en que este es un caso que debe hacer reflexionar sobre la deriva social de la vigilancia y su fricción con el descontento. Es necesaria una reflexión que aborde la relación de fricción que se establece entre estos dos ámbitos y que se replantee el papel de los estados y de la idea de vigilancia como sustituta de la justicia social.

La democracia no exime del descontento, que no es un privilegio de las dictaduras. Las ideas de vigilancia y seguridad deben ser reformuladas bajo el riesgo de convertirse en elementos de conflicto por sí mismos. La idea de cuáles son las cosas por las que los estados deben velar —y no solo vigilar— debe ser replanteada. De lo contrario, lo conflictos aumentarán. No solo sufrirá el crédito de los políticos y las instituciones, sino el hecho político mismo, entendido como voluntad de dotarse de una convivencia en la que se tienda a la eliminación de fricciones sociales. El problema, como ya hemos señalado es que la fricción –el conflicto de intereses, la desregulación, la desprotección— está en la base del estado neoliberal. Por eso el hecho de que se desregule por un lado y se vigile por otro es, a medio y largo plazo, un nido de nuevos conflictos en la medida en que es lo primero —la desprotección social— lo que va a ir generando conflictos de seguridad y aumentando la necesidad de vigilancia. Seguridad y vigilancia no son forma de solucionar problemas, solo de esquivar algunos de sus efectos. El vigilante en la puerta de una joyería no evita la delincuencia, evita el robo de esa joyería y manda al ladrón a buscar otra que carezca de vigilancia.
Los temas desarrollados en la obra son de gran interés en la actualidad. Quizá la imposibilidad de salirse del propio ámbito académico en el que se mueve —la filosofía— lastre en demasía la obra. Tiene todo el aspecto de tratarse del resultado de un “proyecto de investigación” de su área sometido a las restricciones características de este tipo de trabajos. Es un efecto negativo de esta burocratización del conocimiento, de la estricta división en áreas para evitar pisar la del vecino. Con todo, la obra de Foessel tiene el valor de plantear algunas vías de análisis interesantes para esta cuestión, un conflicto real que tenemos sobre nosotros y que probablemente seguirá con nosotros mucho tiempo.


* Michaël Foessel (2011): Estado de vigilancia. Crítica de la razón securitaria. Lengua de Trapo. Madrid. 155 pp. ISBN: 978-84-8381-096-5.




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