lunes, 13 de junio de 2011

Piense


Joaquín Mª Aguirre (UCM)


Hay varias formas de abordar el movimiento de indignados en España, pero creo que lo mejor es que cada uno se pregunte si en algún momento en estos últimos años no ha sentido esa rabia e indignación ante situaciones o hechos, si no ha sentido cierta decepción ante el sistema que hemos creado y su funcionamiento. No hace falta que piense en grandes temas; busque en su vida cotidiana, en su entorno más inmediato.
Piense en cómo se ha sentido cuando ha visto el comportamiento de los políticos profesionales, piense en si no se ha sentido abochornado en ocasiones viéndoles discutir. Piense en si no se ha sentido decepcionado cuando le han hablado de las limitaciones de presupuesto de la escuela de sus hijos. Piense en si no ha sentido indignado cuando ha ido viendo cómo crecían las cifras del paro, mes tras mes, y los políticos le seguían diciendo que la situación mejoraría en el siguiente semestre. Piense en si no se ha sentido avergonzado cuando ha visto despilfarros para satisfacer el ego personal e institucional. Puede pensar también en si ha sentido en algún momento que lo que usted pensaba, sentía o deseaba tenía reflejo en personas o instituciones que se dicen sus representantes. Puede pensar en si, como trabajador, se ha sentido representado por los sindicatos existentes o si como pequeña empresa se ha sentido representado por el discurso de las grandes. Piense si en los últimos años no se ha sentido desesperanzado por el futuro de sus hijos; piense, con sinceridad, en si no ha creído en algún momento en que su futuro estaban fuera de España. Piense, si es usted maestro o profesor, en si no ha encontrado en algún momento su tarea absurda ante la falta de respuesta social por su trabajo educativo. Piense, si es alumno, en si no ha sentido que lo que hacía no le servía para nada. Piense en si ha sentido que importaba. Simplemente piense…
La indignación es un estado de ánimo por el que todos hemos pasado en algún momento. El problema ahora es que ese sentimiento se organiza y busca formas de dar salida a su rabia.
Porque todos hemos pasado por él, la indignación es un vínculo. Para muchos ese vínculo es el primero que sienten socialmente con otras personas. Es la primera vez que se sienten solidarios más allá de sus familias. La solidaridad que no encontraron en escuelas, empresas e instituciones, para los que eran números, la encuentran en la calle, sentados en el suelo durante horas. La indignación es una terapia necesaria. Pero, ¡cuidado!, no es un desahogo. Puede ser el inicio positivo de un estado de exigencia permanente en la vida política, un aviso de que en una democracia la gente debe contar y ser respetada, piense como piense. No se trata de que te den la razón, sino de que te escuchen. La vida política española es demasiado cerrada, demasiado familiares sus caras como para que la gente piense en que la política es algo que les atañe. Acabas pensando que ser político es una profesión. Y hay muchos que ya no tienen otra.


Pero una democracia —y España lo es— tiene que ser un espacio menos burocráticamente político, menos profesionalmente político. Lo que hemos perdido en estos años de democracia es el deseo de participar conjuntamente en la vida pública. Es, en gran medida, nuestra culpa. Hemos ido dejando los espacios a estos gestores políticos que, finalmente, se encierran en despachos y deciden quién te va a representar. Son maquinarias representativas.
España tiene que crear un tejido social más involucrado, más comprometido con su propio futuro. La política no es cosa de los políticos. La política y los políticos son cosa nuestra, de todos. Los países con mejores democracias son aquellos en los que los ciudadanos consideran que todo lo que ocurre es de su competencia, directa o indirecta. Nada les es ajeno y quieren tener opinión en lo que se gestiona con sus impuestos. 

Indignados em Jartum

En España los movimientos ciudadanos han sido siempre reabsorbidos por los partidos políticos que han impedido que proliferaran aquellos espacios que no han podido controlar. Los han temido siempre, no se fiaban de ellos. De esta forma siempre se producía el mismo fenómeno: la estructura de cualquier institución acaba reproduciendo el reparto de poder habitual. Este mimetismo partidista permanente ha impedido que exista una sociedad realmente rica e implicada, abierta a debates sobre las cuestiones reales. Las recetas y discursos habituales se repiten por todas partes. El flujo es siempre vertical, de arriba abajo. Los partidos no escuchan; los escuchamos.
Si el movimiento de indignación consigue sacudir las actitudes más allá de la rabia, organizar las voces escuchando a todos, recuperando el protagonismo ciudadano, nos habrá hecho un gran favor a todos. Si logra que se escuchen, más allá de las cacerolas, nuevas formas de enfrentarse a los problemas y desafíos en cada ámbito, todos saldremos ganando. No se trata tanto de llegar a conclusiones cerradas sino de animar a recuperar las ganas de encontrarlas. Foros, debates, libros, radio, conferencias..., lo que haga falta para que emerjan las voces. Pensar y dialogar.
No hay peores enemigos de las democracias que la inercia y el aburrimiento. La apatía es el primer paso hacia la pérdida progresiva de espacios de intercambio de ideas. El principio básico de la democracia es el compromiso de todos para intervenir en la vida pública aportando soluciones y trabajo. Sin ilusión, la democracia languidece. Muchos han afrontado estos días como una forma de recuperación de la ilusión. La ilusión debe durar para beneficio y estímulo de todos. La democracia es sencilla: participe, exprese y controle.
Piense.



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