miércoles, 15 de junio de 2011

Las crisis de la voluntad y la representación

Joaquín Mª Aguirre (UCM)

Los partidos políticos están empezando a darse cuenta que el problema que tienen va más allá de la limpieza de una plaza o de las ventas del comercio cercano a las zonas de acampada.
Mientras las protestas se centran en conflictos laborales concretos o en momentos rituales, como el 1º de Mayo, por ejemplo, el asunto no es muy complicado. El sistema deja esos desahogos. El problema surge cuando el disentimiento se acumula y lo que se cuestiona va más allá. Hay dos mensajes: uno apunta hacia problemas formales del funcionamiento democrático, como los sistemas electorales, etc.; el otro en cambio va al fondo político puro, a la cuestión de la “representatividad” entendida como el compromiso que adquiere el representante respecto a sus representados. Es decir, lo que se está planteando también es la cuestión de la voluntad popular.
En Italia acaban de dar cuatro disgustos al presidente Berlusconi en forma de respuestas negativas en un referéndum. Las iniciativas populares han conseguido imponerse a los representantes, a los políticos. Nadie ha cuestionado el que estuvieran donde estaban como resultado de unas elecciones; pero sí se cuestionaba que lo que los elegidos querían hacer fuese lo que querían sus electores. Hay, por tanto, una diferencia entre la representatividad política y la representatividad de las acciones que realizan. Pero la política es acción, y acción representativa. El presidente italiano se manifestó en contra de la voluntad popular y la voluntad popular se ha manifestado en contra del presidente. Democracia pura. Para que algo así ocurra, esta divergencia, se tiene que establecer una gran distancia entre los representantes y la voluntad de los representados. En Italia se ha llegado a eso. 



¿Por qué esta crisis de la representatividad o, si se prefiere, de la conciencia subjetiva de la representatividad? El sistema político se ha ido automatizando y cada vez son más, en todos los ámbitos, las decisiones que se presentan como “técnicas”, como “necesarias”. Cada vez queda menos que decidir. Es lo que ha descrito muy bien Alain Supiot, director del Instituto de Estudios Avanzados de Nantes y catedrático de Derecho del Trabajo, como la progresiva entrada del “cientifismo” en ámbitos sociales como la economía. Convertir un elemento en “necesario”, en “ley”,  significa sustraerlo del dominio de la decisión, es decir, alejarlo del ámbito democrático que es, por su propia esencia, el de la decisión, e introducirlo en el de las “leyes de la naturaleza”. Hemos vuelto a la idea positivista decimonónica de la “física social”.
Lo que se ha ido produciendo en Occidente y en sus democracias es un avance constante de lo “necesario” con la consecuente pérdida de la contigencia y la voluntad democráticas. La ciudadanía percibe que en lo que ocurre a su alrededor solo una parte es decisión suya; el resto es lo inevitable, lo necesario, “lo que tiene que ser así”, Por encima de las democracias han aparecido una serie de instituciones cuya función es rectificar o delimitar lo que se puede o no puede hacer, esto va de las instituciones internacionales a las agencias de rating.
La clase política han asumido que se encuentra en un espacio en el que su tarea es ser la interfaz entre unos y otros. Más específicamente: se convierten en traductores más o menos amables de lo exterior hacia el interior. El mundo, parecen decirnos, es demasiado complicado para dejarlo en vuestras manos ignorantes.

Protestas españolas en Berlín
Y los “ignorantes” han pasado a exigir a los que les representan que les representen, que se encarguen de escucharles primero y que actúen consecuentemente después. “Representar” no es “ocupar su lugar” sino “actuar siguiendo la voluntad expresada”. La excusa de que la “globalización”, la “internacionalización”, la “mundalización”, la “tecnificación”, etc., han convertido el mundo en un lugar interconectado no puede traducirse en una pérdida de derechos de elección. Hay algo que repugna a la razón en esta falta de razones, en esta sustitución de la voluntad ciudadana por la de las “manos invisibles”.
El mundo no se ha hecho más democrático sino, por el contrario, más especulativo. Y los que especulan no son los ciudadanos. No se ha hecho más transparente, sino más opaco. Esta forma de entender el mundo está trayendo dos cosas: democracias retóricas y autoritarismo camuflado de populismo. Confundir la democracia con el mercado es terrible porque son elementos de naturaleza absolutamente distinta. La vida política  no se autorregula, como señalan los teólogos del mercado, sino que se rige por principios y voluntades. La vida económica trabaja con capitales; la política trabaja con personas. Por más que le pongamos precio a todo, no es lo mismo. La “indignación” que se está produciendo en muchos países es la constatación durísima de que, sin comerlo ni beberlo, están en manos de fuerzas opacas, especulativas y desconocidas; que tienen que renunciar a muchas cosas, incluido el pataleo, porque hay alguien (no se sabe muy bien quién) al que tienes que inspirar confianza.
Cuando la cúpula del empresariado español le dijo al presidente Rodríguez Zapatero que se abstuviera de especular sobre su futuro político porque eso causaba “inquietud en los mercados” y “hacía daño a la economía española” se estaba produciendo uno de los momento más vergonzosos de la vida política española. Pero tan vergonzoso como revelador de esa nueva forma de hacer política, no desde los principios o la voluntad, sino desde una irresponsable forma de asumir cuál es el sentido de lo público y ante quién debes responder. Los políticos han asumido demasiado que su función es “inspirar confianza”. La política se debe hacer de otra forma y esto cada vez es más evidente y necesario. 


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