miércoles, 8 de junio de 2011

Jorge Semprún y la desaparición de los intelectuales


Joaquín Mª Aguirre (UCM)


La muerte de Jorge Semprún ayer en París nos recuerda una de las carencias más graves del momento actual de la vida política española y de la europea en su conjunto: la desaparición de los intelectuales. Señalaba Didier Masseau: «El término “intelectuales” designa entonces a esa nueva casta de individuos que se alejan de la vida práctica, se entregan plenamente a los trabajos del espíritu y adquieren de ese modo honorabilidad y distinción» (159)*. Esa idea de alejamiento de la vida práctica es relativa, pues pudiera entenderse como de alguien alejado de la realidad. El intelectual se dedica al pensamiento, sí, pero su pensamiento puede y debe ser sobre el mundo. Existe el intelectual que vive en su torre de marfil, pero existe también el intelectual preocupado por su tiempo e involucrado en él. Semprún lo fue.
Figuras como la de Semprún han desaparecido prácticamente del panorama político en todos los países. La mejor medida para saber que se trataba de un intelectual fue su capacidad de dimisión, es decir, su independencia. Su compromiso con el mundo también estuvo presente en toda su vida. No se desentendió de la realidad y trató de actuar sobre ella. Fue un hombre de acción y un hombre de debates. Acción y palabra; acción también a través de la palabra, porque el mundo se puede cambiar de muchas maneras. Como personalidad inquieta, el intelectual debe transmitir la inquietud que obligue al debate.
¿Por qué provoca hoy tanto miedo el debate, por qué esta renuncia a la palabra, al diálogo? Parte del problema lo genera esa idea perversa en la que han convertido el término “confianza”. Una parte importante de la política se hace hoy calcada de los comportamientos de los mercados, en los que la “confianza” ha pasado a ser un factor determinante. Los partidos deben “transmitir confianza” al electorado de la misma forma que se debe “transmitir confianza” a los mercados. La capacidad de “transmitir” pasa a ser el valor fundamental del político —se vuelven "mediáticos", decimos— y la “confianza” el contenido, el gesto tranquilizador. Así, frente a dirigentes que son capaces de presentarse ante sus opiniones públicas a plantearles los problemas existentes, otros cifran la base de sus actuaciones en negar la existencia de los problemas. Hasta que estallan, claro; hasta que han adquirido proporciones peligrosas y difíciles de controlar.  La gente prefiere escuchar que todo va bien y no quiere oír hablar de problemas, nos dicen. Este planteamiento de la política es nefasto porque pronto se convierte en una forma de negar la realidad y traslada la esencia del debate político a hacer dudar de la “credibilidad” para minar la confianza. No hay debate auténtico para buscar soluciones, solo erosión de la credibilidad.

Semprún en el campo de concentración de Buchenwald en 2010
 
Los intelectuales, por definición, son personas desconfiadas. Viven en un estado crítico permanente y tienen el valor de proponer espacios de reflexión en los que obligan a cuestionarse lo fácil, Esto se llama independencia, que es término que asusta en las organizaciones como los partidos políticos y los gobiernos.
Durante algún tiempo, los partidos políticos gustaron de incorporar “personalidades independientes” en sus listas electorales o en los gobiernos, como fue el caso del mismo Jorge Semprún. Luego esa sana costumbre se perdió. Los intelectuales independientes se iban hartos de que no se les respetara y se les considerara como figuras decorativas o reclamos publicitarios. Acababan siendo incordios de los que había que desprenderse. Pero "incordiar" es una de las labores esenciales del intelectual, mosca molesta.
 Los partidos gustan demasiado del orden disciplinado y del asentimiento como formas internas de vida. La idea de “disciplina de partido” está demasiado arraigada —el que no la acepta, queda fuera— y es la que define la normalidad de las actuaciones frente a la excepcional “libertad de voto”. Frente a este mecanismo reductivo, la libertad de conciencia —el decir lo que se piensa— se convierte en un mecanismo perverso, generador de desconfianza y transmisor de debilidad. Algo que los partidos rechazan frontalmente. Si hay algún debate, a puerta cerrada y luego sonrisas. Son más frecuentes las luchas de poder que las de ideas.
Los intelectuales son generadores natos de desconfianza. Esa es su función, hacer dudar a la gente de lo que parece obvio y abrir espacios de reflexión para que surjan las nuevas ideas. Son agitadores.
Su desaparición general del espacio político es triste para todos. La muerte de Jorge Semprún nos lo recuerda.

* Didier Masseau “L’invention de l’intellectuel dans l’Europe du XVIIIIeme siècle” (1994), cit. en Eugenio del Río (2009): Pensamiento crítico y conocimiento (inconformismo social y conformismo intelectual). Talasa Editorial, Madrid. 

La confesión (C. Costa-Gavras 1970) con guion de Jorge Semprún

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