miércoles, 2 de marzo de 2011

Un pueblo sin cine

Joaquín Mª Aguirre (UCM)

Lo han resaltado diversos periodistas: Tobruk no tiene cine. A diferencia de otro tipo de dictaduras en las que la preocupación es lo que ocurre en la pantalla, a Gadafi lo que le preocupaba era el patio de butacas. El cine era un punto de reunión y al dictador no le gusta que la gente se reúna y comente. Los comentarios que le preocupaban, desde luego, no eran los de las películas proyectadas, sino los referidos a lo que ocurría fuera de las salas. Este matiz importante nos permite aventurar una clasificación de las dictaduras según prohíban las películas o los públicos.

Hay dictaduras que se obsesionan con los escotes, el largo de las faldas y las escenas de cama. Son paternalistas y tratan de proteger a sus espectadores de las malas influencias desde la pantalla. Pero en el caso de Gadafi con Tobruk es muy distinto: es una forma de protegerse el mismo dictador. Por utilizar la terminología mediática, Gadafi practicó en Tobruk la fragmentación de las audiencias. Aunque, más que fragmentarlas, las hizo desaparecer. Me gustaría estar en Tobruk el día en que se proyecte, tras muchos años, su primera película. Seguro que es una experiencia indescriptible.

En ocasiones, los dictadores centran su furor en el arte en sí, en la música, por ejemplo. Esto ocurrió en Afganistán, en donde tuvieron que crear un Instituto Nacional de Música tras la sequía musical (y de casi todo lo demás) que supuso la revolución de los talibanes, empeñados en la sordera pública. Ahora los niños asisten a escuelas de música y su aspiración es poder llegar a tener una orquesta nacional. A los puritanos ingleses, en el siglo XVII, les dio por prohibir el teatro, aunque la ópera no les parecía mal. Sutilezas censoras.

Azar Nafisi, en esa extraordinaria obra que es Leer «Lolita» en Teherán*, nos cuenta la siguiente circunstancia de lo que ocurrió en Irán:

“El director de la censura cinematográfica de Irán, hasta 1994, era ciego. Bueno, casi ciego. Antes había sido censor de teatro. Un amigo dramaturgo me contó en cierta ocasión que se sentaba en la butaca con unas gruesas gafas que parecían ocultar más de lo que dejaban ver. Un ayudante se sentaba a su lado y le explicaba lo que sucedía en escena, y él indicaba las partes que había que modificar”. (44)

Como se pueden imaginar, el ayudante no era el resultado de ningún programa de ayuda a personas discapacitadas visuales. El censor tenía poca vista, pero mucha imaginación. Nos cuenta Nafisi que posteriormente llegó a ser director del canal de televisión iraní y que pedía que le grabaran los guiones de los programas en casetes sobre los que manifestaba su opinión. Concluye la autora su relato con un apunte interesante: su sucesor en la dirección, que no tenía problemas de vista, siguió utilizando el método de la escucha en casetes. Esto revela la incongruencia de las dictaduras, el absurdo al que se llega en un sistema en el que no es posible cuestionar las cosas y el servilismo acrítico que produce. El sucesor del censor ciego no se planteó siquiera cambiar el método. Aunque él no lo supiera, estaba aquejado de la misma ceguera que su antecesor en el puesto.

Tobruk, la ciudad que aparecía en las películas bélicas de mi infancia, tendrá pronto un cine y la gente podrá ir, elegir la película que va ver y, gozosamente, comentarla a la salida mientras se toma un café o un refresco en sus calles. Después regresarán a sus casas y soñarán, sin que nadie se lo impida, con un futuro mejor.

* Azar Nafisi (2003): Leer «Lolita» en Teherán. El Aleph Editores, Barcelona.



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