miércoles, 23 de febrero de 2011

A la sombra del puño dorado (Gadafi en los infiernos)


Joaquín Mª Aguirre (UCM)
El histrionismo de Muamar el Gadafi crece. Los histriónicos tienen personalidades peculiares y es necesario comprender el sentido de la patología. Para ellos el mundo es un escenario y su vida un papel. La gente se reduce a la función de público. El público puede aplaudir o puede patear desde el patio de butacas, pero es solo eso, público. Para los histriónicos, la vida se divide en actos y los finales siempre van acompañados por el retumbar de orquestas berlozianas con grandes secciones de viento. Su vida se acaba siempre con un gran ataque orquestal.
Eso es lo que ocurre en su mente. En la realidad todo esto se traduce en muerte y destrucción. Las apelaciones a la muerte en la patria de su abuelo, otro mártir, a cuya memoria se debe —los compañeros de reparto en su fantasía— son constantes. Los espectros le acompañan como en la representación del Don Giovanni. Gadafi, rodeado de un coro de fantasmas, entona su canto final.
Mientras él vive esa fantasía megalómana, los miembros de la obra escapan y desertan. Ministros, militares y policías, personas afectas al régimen, huyen ante la locura del protagonista.
Nada más revelador que el escenario escogido para la que puede ser su última alocución con público, el palacio en ruinas de Trípoli, mantenido así como símbolo de resistencia ante los ataques del exterior. Un gigantesco puño dorado se eleva del suelo y estruja un avión de combate norteamericano. Es un decorado para las escenas finales. La cámara de la televisión libia nos da un plano de conjunto decorado con el gigantesco puño y las ruinas para ir acercándose dramáticamente al personaje que pasa a llenar la pantalla. Allí, a la sombra del puño dorado, símbolo de su fuerza, se encuentra el héroe, el beduino resistente invocando a sus ancestros, reclamando su continuidad histórica, su derecho a no salir del escenario en el que se representa su destino.

Berlusconi le ha llamado y el Coronel le ha dicho que Libia está bien, que son simplemente unos cuantos espectadores que piden la devolución del precio de sus entradas. Ciao, caro. Pero los espectadores, que abandonan la sala en tropel, le van dejando patéticamente solo sobre el escenario. Él se crece.
El final de la obra ya lo conocemos. El gigantesco puño dorado surgirá de nuevo de las entrañas de la tierra y arrastrará a Muamar el Gadafi hasta el fondo de los infiernos mientras él agita el libro verde y entona su canto de salutación a los espectros que pueblan los infiernos. Y el coro infernal le responde con la calma infinita del que sabe que el quinto acto siempre llega y se ha de tragar al héroe: “ven, amado mío”. Y él aceptara el martirio porque todos hemos de morir, pero él decide cómo. Se consumirá entre las llamas, con una sonrisa amarga, preocupado por colocarse bien sus ropajes y ser un cadáver presentable.
En la locura de un histriónico, el mundo se vuelve comparsa y decorado.

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